BIOGRAFÍA
Nació en Granada en 1601, hijo del arquitecto y retablero Miguel Cano. En 1614 su familia se trasladó a Sevilla, donde aprendió la profesión de arquitecto y dibujante en el taller de su padre. Dos años después, con 15 años, Alonso entró en el taller de Francisco Pacheco, donde hacía ya dos años que estudiaba Diego Velázquez, dos años mayor que él. Aunque Velázquez terminó su aprendizaje poco después (en 1617 pasó su examen como maestro pintor), durante unos meses ambos artistas coincidieron en el taller de Pacheco. Su aprendizaje con el maestro Pacheco dejó algunas huellas en el estilo de ambos pintores, por ejemplo algunos rasgos iconográficos como en la Inmaculada Concepción.
Hasta 1626 no presentó sus exámenes para obtener la licencia de maestro en el gremio de pintores, ocupado en ayudar a su padre en el diseño de altares, sillerías de coro y esculturas.
De 1620 a 1625 es probable que trabajase como ayudante del escultor Juan Martínez Montañés, pero ya entonces empezaba a hacer sus pinitos como pintor y como retablista en el taller de su padre. En 1624 suele fecharse su primer cuadro, San Francisco de Borja (en el Museo de Bellas Artes de Sevilla). En 1626, a los 25 años, obtuvo la licencia de maestro pintor para ejercer la profesión de manera autónoma. Y lo hizo con gran éxito si nos atenemos a la cantidad de encargos que recibió hasta el momento de su traslado a Madrid.
Se casó con una joven viuda, María de Figueroa, en 1625, falleciendo esta dos años mas tarde. En 1631 se vuelve a casar, esta vez con María Magdalena de Uceda, muerta trece años después en trágicas circunstancias.
En 1636 entra en prisión por deudas. El Conde-Duque de Olivares lo nombra pintor y ayudante de cámara y el artista se fue a vivir a Madrid, para no volver a Sevilla. Palomino cuenta la historia de que huyó de Sevilla porque había herido en duelo a otro pintor, Sebastián de Llanos y Valdés. Estando en la corte volvió a ver a Velázquez y juntos buscaron para el rey cuadros por Castilla en 1640, para reemplazar los perdidos en el incendio del Buen Retiro. Entre las escasas obras realizadas para su protector, el conde-duque, se conserva el Cristo crucificado, de 1643, que hoy pertenece a una colección privada de Madrid Cuando en enero de 1643 Olivares es desterrado, Cano temiendo por su futuro trató de colocarse como maestro mayor de la catedral de Toledo.
Su mujer aparece asesinada en 1644 y es acusado del crimen. Se marcha a Valencia y no regresa a la corte hasta un año después. En 1652 vuelve a la catedral de Granada. Fue ordenado sacerdote en 1658; encontró protector en el arzobispo de Málaga Alonso de Santo Tomas, hijo natural de Felipe IV, donde pasó una larga temporada de 1655 a 1656 cuando pintó su última obra maestra la Virgen del Rosario.
Fue nombrado maestro mayor de la catedral de Granada el 4 de mayo de 1667, y le aceptan su proyecto para la fachada que se concluyó muchos años después.
Murió pobre y solo el 3 de septiembre de 1667 dejando dos cuadros sin acabar y numerosas deudas.
Entre los maestros españoles de los siglos XVI y XVII Alonso Cano fue el que más se aproximó al ideal de genio universal. En Italia Miguel Ángel, Leonardo o Bernini fueron arquitectos, escultores y pintores pero esto no era frecuente en España, Cano trabajó no sólo en las artes mayores, sino igualmente en las menores. Diseño dos lámparas del altar de la Capilla Mayor de la Catedral de Granada. En su juventud se dedicó al estofado de imágenes de madera y marcos arquitectónicos de diversos retablos, también diseño mobiliario de iglesia y fue un notable innovador del diseño de retablos y uno de los más famosos escultores del siglo XVII español.
ETAPA SEVILLANA, 1624-1638
Se ha dicho que Cano fue el más idealista y, consecuentemente, el más conservador de los maestros del barroco español, aunque adoptó la iluminación dramática conocida como tenebrismo y primeramente popularizada por Velázquez en la escuela de Sevilla, no siguió el estilo de una forma tan exclusiva como lo hicieran Zurbarán y Ribera. En las primeras obras sevillanas se advierte un acusado tenebrismo, influido sin duda por Ribera, a través del cual adquiere lo caravaggiesco.
Desde el comienzo le fascinó la decorativa belleza de línea y la gracia de los cuerpos hermosos frecuentemente escorzados siguiendo la tradición del Renacimiento Italiano. Había heredado estos gustos de su maestro, Francisco Pacheco que pensaba que el dibujo “es alma y vida” de la pintura,[1] y sostenía con fuerza la primacía de éste sobre el color y la preeminencia de la pintura “acabada y dulcemente colorida”; y del famoso escultor sevillano Juan Martínez Montañés, el San Juan Evangelista y su visión de Jerusalén demuestra la exquisitez de línea de Alonso Cano y los ricos matices de color. En los últimos años sevillanos el estilo de Cano es mucho más elegante. El ángel en concreto, con el torso semidesnudo es sutilmente ambiguo. El color y la luz también han cambiado, distantes ya del tenebrismo inicial. Ahora se trata de luz natural, aunque sigue usando las sombras para acentuar los volúmenes. Los colores empleados, los malvas, azules, rosas, amarillos y verdes se armonizan delicadamente, una pincelada más fluida. Anticipan la paleta y la técnica que Cano adopta definitivamente en Madrid, influido por las obras de los venecianos.
El lienzo de San Juan Evangelista y su visión de Jerusalén, formaba parte del retablo de San Juan Evangelista de Santa Paula. Se aprecia el gusto de Cano por las manos hermosas y expresivas. Las dos figuras se armonizan en una espléndida disposición de diagonales cruzadas, en una composición que es a la vez bidimensional y tridimensional, con implicaciones espaciales barrocas. La bella silueta de las partes desnudas del cuerpo del ángel, las alas y el hermoso vuelo de la capa verde son impecables, y el escorzo del brazo y la pierna derechos constituye un “tour de force” del que Cano se sintió orgulloso. El color iguala en belleza a la composición, siendo lo mas brillante la escala cromática de los verdes, del amarillo al gris que llevaron a denominar a los críticos del siglo XIX a Cano como el menos español de nuestros pintores.
Santiago sentado, actualmente en París, en el Museo del Louvre, aparece vestido con una túnica verde clara y una capa rosa, es rico en color y vigoroso en acción, alzando el brazo derecho, en escorzo, como para repeler a un agresor. Su intenso rostro arrugado de campesino de media edad está dotado del poder y del realismo de la mejor tradición de la escuela sevillana en esta primera fase del siglo XVII.
Su compañero, San Juan Evangelista, tiene una postura complementaria, igualmente con la mano derecha alzada, en escorzo, en actitud de expulsar al demonio del cáliz dorado. La postura del cuerpo y la decorativa belleza del manto rosa pálido sobre la túnica blanca, está todo ello logrado con la destreza de un gran maestro. El rico empaste de la capa de pintura conserva una frescura sorprendente.
La Virgen con el Niño, este cuadro debió de ser pintado en los últimos años de Cano en Sevilla (1635-1637). Tiene rasgos comunes a las obras del mismo período, algunos de ellos, como las carnaciones muy rosadas, aparecían por primera vez en el estilo de Cano. Las manos de la Virgen y del Niño son muy expresivas y delicadas. El rostro de la Virgen, según los críticos, muestra toda la belleza de una mujer andaluza, unas facciones que se atenúan posteriormente en sus modelos. El niño, por el contrario, es rubio, como los querubines que suelen poblar sus obras. Está inspirada en un grabado de Durero y con tonos grises y plateados que acusan la influencia de Velázquez. Muchos de los dibujos que se conservan de su mano son estudios de niños y ángeles.
ETAPA MADRILEÑA, 1638-1652
Perdidas las raíces al cambiar de residencia, de su casa de Sevilla a la corte de Madrid en 1638, todo el estilo del artista sufrió una transformación total, y su arte empezó también a reorientarse, se enamoró de los pintores de la colección real, sobre todo de los maestros venecianos Tiziano y Verones.
Su admiración por los venecianos está en la mayor transparencia de las veladuras y en el vivo ilusionismo de su estilo. La nueva técnica alcanzó su madurez en la época que pinto el Milagro del Pozo, 1646-48, en donde se aprecia el influjo de Velázquez. No sólo la pincelada es suelta y vibrante o la luz difuminada, envolviendo a las figuras como en Tiziano y en Velázquez. Además las figuras femeninas están dotadas de una sensualidad muy veneciana. El cuadro fue pintado para el retablo del altar mayor de la desaparecida iglesia de Santa María de la Almudena de Madrid, donde se dice que fue visitado por el propio rey Felipe IV después de oír las múltiples alabanzas que recibía la obra. La pintura recoge un hecho de la vida de San Isidro, el patrón de Madrid. Un hijo del santo cae a un pozo y es salvado por un ángel. En la imagen aparece San Isidro, varios niños y tres mujeres, dispuestos todos ellos en torno al pozo.
Su paso por la capital y el contacto directo con la pinacoteca real y con la obra de Velázquez, con quien mantuvo una estrecha amistad, fueron de vital importancia en la evolución de su pintura. La técnica de los venecianos, su color y su luz, influyeron mucho en su estilo aún algo severo y tenebrista propio de la escuela Sevillana, “sin embargo lo habitual no es encontrarse aislada la influencia veneciana, sino la combinación de ésta con las lecciones de Rubens y los flamencos.”[2] Su paleta se vio enriquecida, alcanzó un gran dominio de las veladuras y de los efectos lumínicos, el dibujo y modelado de los volúmenes también avanzaron tras el conocimiento de los pintores renacentistas italianos.
El primer encargo conocido que recibe en la corte es el de un retrato doble de los Reyes Católicos para el Salón Dorado del Alcázar, realizado entre 1639 y 1640. Algo posteriores, pero quizá de la misma serie, fueron los dos lienzos, Rey castellano-leonés y Sancho I y Ramiro III, que se conservan en el Museo del Prado de Madrid. Las figuras están concebidas para ser vistas desde abajo, por lo que los escorzos están acentuados, del mismo modo que el efecto ilusionista de situarlos como saliendo del cuadro. También son singulares el recargamiento y barroquismo del escenario y del vestuario de los personajes, de apariencia medieval. Todos estos aspectos contribuyen a dar a la escena un carácter caricaturesco y teatral. La utilización de la luz y del color, con pinceladas precisas, muestran la brillantez técnica de Alonso Cano en esta época. Cano se inspiró a menudo en grabados de otros pintores para realizar sus propias composiciones, “-No hay libro tan malo que no tenga algo bueno”[3]. En 1638 compró grabados y dibujos en la almoneda de Vicente Carducho en Madrid, y diez años después otra gran cantidad de la colección de Antonio Puga. En este caso de Rey castellano-leonés, el modelo fue un cuadro de Rubens, una figura sentada de Carlos V.
Después de 1645 la técnica de Cano cambia notablemente, pasando del fuerte modelado duro y la iluminación tenebrista a una blanda pincelada ilusionista. La tarea de restaurar 160 cuadros dañados en el incendio del retiro en 1640 lo puso en contacto con los estilos de los grandes maestros del Renacimiento. Aprendió principalmente de los venecianos, sobre todo del Tiziano y del Verones. Adopto su técnica ilusionista, sus colores ardientes, sus ricos azules, los rojos calidos, los verdes, y un amarillo que nos recuerda el arte de Verones. Las acusadas luces altas en los palos los tintes rubicundos de las carnes, y las luces blancas en las caras y las manos que aparecen en los cuadros de cano pintados en Madrid son también formalismos venecianos. Un delineamiento más blando de las figuras reemplaza al sólido y escultural modelado de sus primeros años. La luz se hace difusa. Con frecuencia sugiere el crepúsculo e incluso en una escena nocturna la luz es simbólica, contrariamente a la tradición del tenebrismo realista de sus trabajos iniciales.
En octubre de 1658, en medio del sostenido litigio que mantuvo con el cabildo de la catedral de Granada, Alonso Cano dirigió una memorial al rey en el que le pedía que diera un real decreto “pasándole de racionero a canónigo”, alegando como méritos “que los años pasados siruió a V. M.ª siruiendo a su alteza que santa gloria aia pintado todo lo que le fue mandado y assistiendo en su Real cuarto” y que “Demas de esto hiço el reparo de ciento y sesenta lienços que se rompieron y maltrataron en la primera quema del Real retiro y acompañó a Diego Velázquez en el viaxe que hiço a Castilla la Viexa quando V. M.ª se lo mandó para efecto de buscar pinturas , y las que truxeron las reparó”.[4] Cano había llegado a Madrid llamado por el conde-duque de Olivares, en 1638, por lo que cuando se produjo el incendio del Palacio del Buen Retiro, en febrero de 1640, no llevaba aun dos años en la corte. El impacto inmediato que produjeron en él la pintura de Velázquez, el estudio de las obras de Tiziano del Alcázar y su labor como restaurador es palpable en el Milagro del pozo y en una serie de cuadros relacionado estilísticamente con este, como el Descenso al limbo, en cuya Eva se ha visto una consecuencia del estudio de la Danae de Tiziano, o el Cristo atado a la columna del Museo Nacional de Arte Rumano de Bucarest. Basta con comparar este último con que pinto unos años antes para la puerta del sagrario de la iglesia parroquial de La campana en Sevilla para medir el extraordinario salto estilístico que se produjo en el arte de Cano como consecuencia de su conocimiento de las pinturas venecianas de la colección real. La factura suelta, deshecha, de la escena del fondo, el tratamiento mórbido de las carnaciones de Cristo los contornos difusos y vibrantes, las palpitaciones atmosféricas, todo apunta a Tiziano. Pintado entre 1646 y 1652, durante su estancia en Madrid, denota el cambio de la técnica y las composiciones de Cano respecto a su periodo de formación en Sevilla. Las dos figuras son excelentes, Cristo desnudo y el ángel, de una gran elegancia y sensibilidad. La iluminación es muy efectista. Así, mientras los rostros de ambos personajes permanecen en ligera penumbra, el cuerpo lívido y exánime de Cristo recibe todo el foco de luz, acentuado por la blancura del paño de pureza que le cubre. El contrapunto de color lo pone el ángel, vestido con una túnica malva que destaca sobre el paisaje de fondo. Las expresiones son conmovedoras y delicadas. El ángel muestra una honda tristeza de forma contenida mientras que el semblante cansado y sereno de Cristo está lejos del dramatismo que caracterizó a una gran parte del arte religioso español de la época. En este sentido, este Cristo de Cano se acerca al Crucificado de Velázquez.
Para esta composición Alonso Cano se inspiró en un grabado, ya que “no era melindroso nuestro Cano, en valerse de las estampillas más inútiles, aunque fuesen de unas coplas; porque quitando, y añadiendo, tomaba de allí ocasión, para formar conceptos maravillosos. Esto no era hurtar, sino tomar ocasión; pues por último, lo que él hacia, ya no era, lo que había visto”.[5] Sin embargo, transformó el modelo manierista mediante el juego de luces y sombras y consiguió infundir a las figuras una expresividad y una elegancia nuevas.
Inmaculada Concepción. Esta obra fue pintada en Madrid, hacia 1650-1652, en un momento de madurez de su técnica. La ligera inclinación de la cabeza de la Virgen y la flexión de su pierna derecha, proyectando la rodilla hacia delante, son rasgos que aparecen en este período madrileño y son reflejo de su admiración por los pintores renacentistas italianos. Del mismo modo la luz difuminada y el color recuerdan la técnica de los venecianos. Comparada con otras representaciones anteriores de la Inmaculada, ésta es más sencilla, menos barroca, al dejar sólo dos angelotes a los pies de la figura. También el rostro de la Virgen es diferente y único. Sin embargo, en todas las Inmaculadas de Cano se repiten una serie de peculiaridades que las identifican como obras suyas. Una característica es el acusado perfil fusiforme de las figuras, con el manto que se abomba en la zona de la cintura y se recoge en los pies. Esta silueta original ya aparece en una de las primeras obras de Cano, la escultura de la Virgen del retablo de Lebrija (Sevilla). También es singular la forma de disponer el manto, que deja descubierto el hombro y el brazo izquierdos y se ciñe en los tobillos, donde deja sobresalir la túnica que se dispone sobre la luna. Manos de dedos largos, en actitud de orar y rostro meditativo, son rasgos singulares que no aparecen en las Inmaculadas de otros autores como Velázquez, por ejemplo. En las innumerables versiones de Cano varía la técnica, pero no la solución formal.
Descenso al Limbo. Se trata de uno de los lienzos más interesantes de Alonso Cano, ante el protagonismo que alcanza el desnudo femenino de Eva, comparable por calidad y sensualidad, a la Venus del espejo de Velázquez. Al fin y al cabo ambas obras son concebidas en el ambiente refinado de la Corte madrileña de Felipe IV, tan influida en lo que a la pintura se refiere, por los lienzos de los venecianos compilados en la colección real, en los que el tema del desnudo femenino alcanza gran importancia. El cuadro, que parece estar sin concluir al mostrarse su parte inferior izquierda casi esbozada y con escaso color, alude a uno de los relatos recogidos en el evangelio apócrifo de Nicodemo, en el que se narra como Cristo triunfante sobre la muerte tras la resurrección baja al limbo, donde se encontraban los santos padres.
ETAPA GRANADINA, 1652-1667
Tras sufrir tormento (atado su brazo derecho, con el que pintaba, a la espalda, por orden del rey, para que no sufriese daño su arte), acusado del asesinato de su esposa, salió libre y volvió a la gracia del monarca que le hizo seguir dando instrucción al Príncipe Don Baltasar en el arte de la Pintura. Alonso Cano trato de ordenarse y Su Majestad le confirió una Ración en la Santa Iglesia de Granada, pero al acudir a tomar posesión, se la negó el Cabildo, que lo acusó ante el Rey de ser un hombre lego e idiota, a lo que Felipe IV respondió:
“-Hombres como vosotros los puedo yo hacer: hombres como Alonso Cano, sólo Dios los hace”.[6]
La razón principal que justificó la vuelta de Cano a su ciudad natal fue la pintura de los lienzos de la capilla mayor de la Catedral. Dentro de este singular espacio renacentista no se contaba con la colocación de un retablo como soporte de las pinturas o esculturas programadas; éstas descansarían directamente sobre la arquitectura pétrea. Pocos artistas de su época podían abordar esta compleja tarea: componer y realizar siete monumentales lienzos de 4,51 x 2,52 m. aproximadamente, que se debían contemplar a gran distancia, dando un contenido ideológico-doctrinal. Sin olvidar dos retos a superar no menos difíciles, competir con la vibrante luminosidad y clasicismo de las vidrieras, situadas sobre los lienzos, y con el realismo volumétrico tridimensional de las grandísimas esculturas de los apóstoles de la parte inferior.
Precisamente, esta sería una de las genialidades de Cano: haber gestado y realizado un monumental ciclo pictórico, integrado en el conjunto tanto desde el punto de vista arquitectónico como iconográfico, consiguiendo darle profundidad a la mole construida, superando en luminosidad a las vidrieras cuando se ilumina interiormente la capilla, y componiendo cada escena de tal manera que las formas barrocas se ven como continuidad del lenguaje artístico renacentista. Sorprende la visión del conjunto arquitectónico e iconográfico de la capilla, sobre todo si se sabe que las pinturas pertenecen al período de plenitud del barroco. Su plena integración con perfecta solución de continuidad sólo es comprensible si se conoce con profundidad la formación clasicista y la tendencia al idealismo de Alonso Cano, el más renacentista de nuestros grandes artistas del XVII, no tendente al extremado naturalismo del barroco ni al retrato del modelo, sino inclinado como los italianos del XVI a la perfección ideal, y cercano a las normas boloñesas renacentistas con influencias coloristas venecianas. Para la consecución de tal fin, el artista se sirvió en gran parte de los conocimientos sobre pintura italiana que había adquirido en las colecciones reales durante su etapa madrileña, de la lectura de los clásicos de la arquitectura y pintura renacentista según testimonian algunos de los libros existentes en su biblioteca, y de la visión de todo tipo de grabados y estampas.
Cano crea una tipología única para el conjunto y a la vez que variada para cada escena y sus correspondientes figuras que nunca se repiten. Su contemplación nos descubre una extraordinaria capacidad creativa y compositiva, con dominio del dibujo, de la técnica y del color. Pero sobre todo, sorprende la perfecta adaptación del conjunto de imágenes a las proporciones dadas y al espacio de un singular contenido litúrgico-ritual, que las supedita al programa iconográfico-espacial centrado en la historia de la Redención y leído en la clave teológica del humanismo cristiano renacentista, dominado por la primacía y el redescubrimiento de la persona y de la obra de Jesucristo. De esta forma, la gran originalidad de este singular ciclo pictórico es presentar la vida de la Virgen no como un fin en sí al estilo devocional barroco, sino como camino que nos lleva a Jesucristo, meta última de todo cristiano. Esta trama argumental condiciona por tanto no solamente la temática, sino la composición de cada lienzo. Aunque sus formas expresivas sean las propias de su tiempo, las barrocas, su contenido teológico y, en parte, su esquema compositivo están vinculados con la espiritualidad renacentista, con la que el concepto idealista de belleza del artista se encuentra vinculado.
Se puede seguir al artista a lo largo de un periodo de doce años, y ver cómo su búsqueda de la monumentalidad culminó con el Nacimiento de la Virgen en 1664, su preocupación por los problemas especiales que representaban la colocación de los cuadros en una posición elevada le llevó a desarrollar, una nueva forma de expresión barroca, más dramática, ganando el color en valor y recurriendo a atrevidos contrastes. De esta forma, volvió a un estilo de pintura tenebrista y modificó su metido para solucionar una solución concreta, haciendo patente el espíritu aventurero de su mente en el otoño de su vida. Desde su regreso a Granada, hasta su muerte en 1667, Cano no redujo su actividad creadora. Si bien es cierto que en algunas de sus obras pictóricas intervino en demasía su taller, también fueron los años de mayor brillantez de su técnica, de mayores recursos estilísticos y de mayor fama de algunas de sus obras, como las Inmaculadas, copiadas por otros muchos artistas. La temática, sin embargo, queda reducida prácticamente a lo religioso.
Las pinturas se ordenan siguiendo el orden cronológico de la Vida de la Virgen recogido en las fuentes narrativas evangélicas y apócrifas, y en la tradición, fuertemente arraigada en la religiosidad popular mariana, expuestas por los tratadistas de arte sacro. Los temas elegidos son: la Inmaculada Concepción de María, su Nacimiento de Ana y Joaquín, la Presentación de la Virgen en el templo, la Encarnación por el Espíritu Santo tras el anuncio de Gabriel, la Visitación a su prima Isabel, la Purificación de María y Presentación de Jesús, y la Asunción en cuerpo y alma al cielo.
De esta época son los lienzos de la Sagrada Familia y el San Bernardino y San Juan Capistrano. La profundidad en la expresión de sentimientos aumento en sus últimas obras, realizadas para las órdenes monásticas de Granada que resultan conmovedoras por la arrebatada introspección de sentimientos tan típica del misticismo español del siglo XVIII.
Es uno de los más claros ejemplos de influencia de la idea, del concepto, del pensamiento religioso, y sobre todo de la espiritualidad, que, no quedándose en las élites sino que compartida por todo el pueblo, crea un movimiento de religiosidad popular, en su más pleno sentido, vivido en aquel tiempo y en aquellas ciudades en las que vivió Cano de forma inusitada, y que encuentran en estos tipos iconográficos la traducción más fiel del sentimiento y la experiencia religiosa tal y como se vivió en aquella época. Con ellas consigue unos de los tipos iconográficos más originales de su autor, de ahí que esté patente una de sus constantes y claves de interpretación de su producción estética: la primacía del sentido pictórico sobre el escultórico. De ahí que tras las realizaciones de magistrales esculturas llevara los mismos tipos iconográficos al lienzo, consiguiendo así las que sin duda podemos considerar obras maestras y más acabadas del artista al efigiar estos temas, la Inmaculada del Oratorio de la Catedral, réplica en lienzo de la escultura del facistol, y la Virgen con el Niño sentado en sus rodillas entre las nubes del cielo de la Curia, que es el modelo pictórico del tema escultórico de la Virgen de Belén.
Aparición de la Virgen a San Bernardo. Alonso Cano pintó este cuadro para los monjes capuchinos de Toledo durante su última estancia en Madrid, entre 1657 y 1660. Destaca la composición triangular del lienzo formada por la Virgen, tratada a modo de escultura sobre su pedestal, un cardenal de espaldas que ora ante la escena milagrosa, que tal vez fue quien encargó la obra, y el monje cisterciense, San Bernardo, al que Alonso Cano dota de gran monumentalidad. La escena alude a la lactatio de San Bernardo, cuyo origen se debe a una leyenda medieval.
Aunque la vuelta de Cano a Granada tenía como fin primordial el dedicarse por completo a trabajar en la Catedral, el artista sembró la ciudad de creaciones artísticas de temática religiosa, siendo las distintas fundaciones conventuales sus principales destinataria. Entre las más nombradas destacan: el conjunto pictórico dedicado como en la Catedral a la Vida de la Virgen, lienzos que fueron robados durante la revolución francesa, y en la actualidad, parte de ellos cuelgan del Museo Goya de Castres; la Sagrada Familia entre otras pinturas.
También trabajaría Cano para los religiosos franciscanos del convento de San Antonio y San Diego. El cronista de la orden da la noticia de que el racionero Cano donó a estos frailes «liberalmente lo que otro no pudiera adquirir por subido precio». Estos datos esclarecen la opinión que sobre Cano se tiene como hombre generoso a la hora de dar limosna, pues no fueron pequeñas ni carentes de importancia las obras que dejó en este altar mayor; a la vez que se comprende mejor su pobreza a la hora de la muerte a pesar de haber trabajado tanto y de poseer por herencia de su esposa según parece un respetable patrimonio. Su miseria no sería tanto fruto de una mala administración, sino principalmente consecuencia de su espíritu caritativo. Varias son las obras documentadas en este convento. Cinco o siete lienzos en el retablo mayor: la Santísima Trinidad, San Pedro de Alcántara, y San Buenaventura, hoy perdidas, San Bernardino de Siena y San Juan Capistrano, y Santa Clara y San Luís de Tolosa, ahora en el Museo de Bellas Artes de Granada, y la pequeña pintura de la puerta de un sagrario con busto de Cristo con cáliz y hostia existente en una colección particular granadina.
Imágenes de capilla y oratorio. Es casi imposible ubicar con precisión muchas de las creaciones de Cano de este período; unas hechas por encargos de particulares con carácter devocional para los oratorios de clérigos y personajes ilustrados que podían encargar y adquirir obras del maestro, otras que guardaban los conventos sin catalogar ni conocer y que a raíz de la desamortización pasaron a manos de particulares, y quizá algunas regaladas fruto de la generosidad del artista para con los pobres y con los amigos. El repertorio iconográfico es de lo más variado. Entre los temas marianos destacan: las Inmaculadas como las del Marqués de Cartagena, la de Magdeburgo o la del Museo de Bellas Artes de Granada por citar algunas de las más conocidas; las Vírgenes con el Niño como la del Museo de Bellas Artes, la Virgen del Lucero o la de Guadalajara y la bellísima y monumental Virgen del Rosario de la Catedral de Málaga; Este lienzo monumental fue pintado por Cano entre 1665-1666, un año antes de su muerte, para el prelado dominico, supuesto hijo natural de Felipe IV, Fray Alonso de Santo Tomás, obispo de Málaga. Es considerada una de las mejores composiciones de Cano y de la pintura del siglo XVII español. Tanto su diseño como su dibujo son excelentes, al igual que el color, reflejo del momento de plena madurez del pintor.
La imagen muestra a la Virgen, vestida con una túnica rosa pálido y un manto azul, sentada sobre un cúmulo de nubes y con el Niño en su regazo. Un pie del niño y la mano izquierda de la Virgen apoyan en el globo terráqueo. En torno a las nubes revolotean angelitos que portan distintos elementos que sirven para identificar a los personajes situados debajo. En la parte inferior del lienzo, en perfecta armonía con el grupo superior, se representa la escena del encuentro entre San Francisco de Asís y Santo Domingo Guzmán, justo antes de que un ángel entregue a este último el rosario. A la izquierda se encuentran Santa Teresa de Jesús y San Ildefonso de Toledo, reconocibles porque sobre ellos un ángel sostiene la pluma de la santa y el báculo de San Ildefonso, y a la derecha, Santa Catalina de Siena y Santo Tomás de Aquino, con la corona de espinas símbolo del martirio de la santa y la pluma de Santo Tomás llevados por otro querubín. Es posible que el propio cliente eligiera los santos que debían figurar en el cuadro, quizá destinado a su oratorio privado.
La institución milagrosa del Rosario era un tema de especial importancia para los dominicos. El rosario es un medio de salvación a través del cual la Virgen dispensa auxilio a los fieles. Alonso Cano, sin embargo, se aleja de las representaciones habituales, e introduce nuevos elementos iconológicos, todos ellos relacionados con asuntos marianos de gran trascendencia en la época, como la intercesión de María ante su Hijo Jesucristo o la doctrina de la Inmaculada Concepción. Todo ello prueba la alta formación humanística de Cano.
Se le atribuyen el gran lienzo de la Encarnación de la sacristía catedralicia y el lienzo de la Soledad del mismo templo. Buenos ejemplos tenemos de los temas de pasión como los Crucificados de la Academia, de Alhama o el de las agustinas del Corpus Christi –actual parroquia de la Magdalena, en cuyo archivo conventual se guarda el documento que acredita la autoría del maestro; la Lamentación de María ante Cristo muerto en el Museo Cerralbo de Madrid, basada en un grabado de A. van Dyck. Así mismo, se consideran de este período varios Niños Jesús tanto en escultura como en pintura. El repertorio de santos es casi interminable: la santa Clara del convento granadino de la Encarnación; el busto de san Pablo, comprado por la Catedral, el 7 de julio de 1775, por 1.000 reales; el san Juan Evangelista de la iglesia de la Encarnación de Loja perdido en 1936; también se le atribuye el san Juan Bautista niño, conocido vulgarmente como san Juanito, perteneció a la colección del Arzobispo Moscoso que lo dejó en testamento a la iglesia Catedral; el san Antonio de la iglesia de San Nicolás de Murcia; el san Diego de Alcalá de la colección Gómez Moreno; el san Jerónimo y el ángel trompetero del Museo. No falta tema tan granadino como el de la muerte o Tránsito de san Juan de Dios, y la cabeza del san Juan de Dios también en el museo alhambreño. Con todo, su última gran obra no pudo verla realizada. Cuatro meses antes de morir, el cabildo metropolitano granadino aceptó el proyecto de Alonso Cano para la fachada de la Catedral, que consideraron correcta encargando al racionero que dirigiera la obra. Era la obra arquitectónica más importante de Cano y, sin duda, «una de las más personales y originales obras de toda la arquitectura española», en opinión de Kubler.
[1] PACHECO, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas, Sevilla, 1649; reedición: Arte de la pintura, edición de F. J. Sánchez Cantón, Instituto de Valencia de Don Juan, Madrid, 1956, t. I, p. 361.
[2] ÁLVAREZ LOPERA, José, “La pintura veneciana en el Madrid del Barroco. Consideración e influencia”, en Tiziano y el legado veneciano, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2005.
[3] CERVANTES, Miguel, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Barcelona, Pareja Editor, 1981, p. 414.
[4] MARTÍ Y MONSÓ, J.: “Diego Velazquez y Alonso Cano en Castilla la Vieja”, Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones, II, 19 (julio de 1904), pp. 333-334.
[5] PALOMINO DE CASTRO Y VELASCO, Antonio Acisclo, Vidas, Madrid, Alianza Editorial, 1986, pp. 249-250.
[6] PALOMINO DE CASTRO Y VELASCO, Antonio Acisclo, Vidas, Madrid, Alianza Editorial, 1986, pp. 250-251.
BIBLIOGRAFÍA
AA. VV., Tiziano y el legado veneciano, Fundación Amigos del Museo del Prado, Barcelona, Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores, 2005.
ANGULO ÍÑIGUEZ, Diego, Pintura del siglo XVII, “Ars Hispaniae, XV”, Madrid, Plus-Ultra, 1971.
Cano, Alonso: espiritualidad y modernidad artística, Catálogo de la exposición celebrada en el Hospital Real de Granada, 2001-2002, Granada, Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, 2001.
PACHECO, Francisco, Arte de la pintura, Madrid, Ediciones Cátedra S.A., 1990.
PALOMINO DE CASTRO Y VELASCO, Antonio Acisclo, Vidas, “Alianza Forma, 56”, Madrid, Alianza Editorial, 1986.
PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso E., Pintura barroca en España 1600-1750, Madrid, Cátedra, 1992.
WETHEY, Harold E., Alonso Cano, pintor, escultor y arquitecto, “Alianza Forma, 35”, Madrid, Alianza Editorial, 1983.
Web:
http://cvc.cervantes.es/actcult/cano/vida.htm
http://www.artcyclopedia.com/artists/cano_alonso.html
http://servicios.ideal.es/especiales/alonso_cano/
¡Buen trabajo, profesor¡.
ResponderEliminarAlonso Cano como casi todos los genios tuvo (o al menos se le atribuye) una personalidad arrolladora:pendenciero, orgulloso, licencioso, rebelde e incluso irreverente.
¿Conoces la anécdota del plato de chanfaina?.
La historia recogida por Francisco de P. Villareal en "El libro de las tradiciones de Granada", cuenta como Alonso Cano regaló el lienzo de "La Trinidad" a un fraile, cuando quien en realidad iba a comprar el cuadro –el padre guardián de La Cartuja de Granada–, se permitió la licencia de regatear el precio que el artista había establecido –dos mil pesos para el autor y cuatrocientos para el aprendiz–, dudando así no sólo de la calidad de la pintura, sino de la dignidad del pintor:
ResponderEliminar«(...) Ya iba a marchar, cuando un pobre fraile de San Diego, llegado por entonces a la Cartuja, le rogó que le dejase ver el cuadro de la Trinidad, tan regateado por el guardián de la Cartuja. Artista de corazón, el buen fraile, colocóse convenientemente para admirarle; le elogió cual se merecía, y solo lamentó su pobreza, para no poder adquirir aquella verdadera joya del arte granadino. Entonces Alonso Cano, movido por uno de esos espontáneos arranques que le eran tan característicos, volviose al modesto fraile de San Diego, y le dijo:
—No tenéis riquezas para pagar mi cuadro; pero tenéis virtud y sentimiento artístico, y yo os lo cedo por un plato de chanfaina, que hoy comeré con vuestra comunidad.
El fraile de San Diego creía soñar. El guardían de los cartujos ofrecía ya los dos mil pesos con tal que no saliese el cuadro del convento. Pero Alonso Cano le miró con altanero desprecio, hizo con una pluma su caricatura como recuerdo de auqel día, y a las tres semanas, la comunidad de San Diego celebraba una solemne función para colocar en el altar mayor de su iglesia el cuadro de la Trinidad, que a su autor le había valido un plato de chanfaina condimentada por aquellos frailes (...)».
Una acécdota más, en la mísera vida de un genio español, que muere en la pobreza, no pudiendo ni pagar su entierro, ni tan siquiera una misa por su alma, siendo sus restos arrojados al osario de la catedral de Granada, la catedral, que él mismo habia diseñado.
Nada nuevo bajo el sol de España, los reyes prefirieron ir este domingo a una carrera de coches que estar presentes en el entierro del mejor español, Miguel Delibes.