jueves, 25 de febrero de 2010

El abrazo















Desperté en la obscuridad, te olí, estaba oyendo tu respiración, apreté mi mano contra tu pecho para intentar agarrar tu corazón, era como si tu sangre entrase en mis pulmones y me hiciese respirar océanos de fe, subía y bajaba mi mano con tu pecho relajado; metí la nariz entre tu melena y aspiré como si estuviese en un bosque encantado, los párpados se me abrieron y recorrí con mis ojos las infinitas hebras de tus cabellos, tu silueta se recortaba precisa como una cordillera al amanecer, no quería que llegase la hora de despertar, porque aquello parecía un sueño, era como si estuviésemos en una almadía en mitad del mar, flotando en el cielo; tu piel era suave como los despertares de aquellos días, fueron los buenos días, los del amor; no éramos dos queríamos ser uno, nos acostábamos juntos y nos apretábamos antes y después de hacer el amor, como si quisiésemos entrar cada uno dentro del otro, como si fuésemos hermanos de sangre; éramos felices, con esa felicidad pura de la inconsciencia y la locura, esa felicidad del amor que nunca volverá, pero que tú ni tan siquiera sospechas que pueda desaparecer algún día, tan solo, extasiado, contemplas a la amada, como si vieses a Dios esperándote en el cielo. Debe ser algo así el amor, yo ya no recuerdo como era, tal vez fue así algún día.


A Minerva que me iluminó en la noche.

lunes, 22 de febrero de 2010

Sagrados restos


















foto X-C


«En paz duermen los muertos en la tierra.
Así deben dormir los sentimientos muertos,
que también polvo son las reliquias del alma;
apartemos las manos de esos sagrados restos.»

Armand Silvestre


viernes, 19 de febrero de 2010

La fugitiva


«¿La supresión del sufrimiento? ¿Acaso he podido creerlo alguna vez, creer que la muerte no hace sino borrar lo que existe y dejar el resto incólume, que suprime el dolor en el corazón de aquel para quien la existencia del otro no es más que una causa de penas, que suprime el dolor y no pone nada en su lugar? ¡La supresión del dolor! Recorriendo los sucesos de los periódicos, lamentaba yo no tener valor para formular el mismo deseo que Swann. Si Albertina hubiera podido sufrir un accidente, viva, tendría yo un pretexto para correr hacia ella; muerta, recobraría, como decía Swann, la libertad de vivir. ¿Lo creía yo así? Él, aquel hombre tan inteligente y que creía conocerse tan bien, lo creyó. ¡Qué poco sabemos lo que tenemos en el corazón! Poco después, de haber vivido Swann, ¡cómo hubiera podido demostrarle yo que su deseo, a más de criminal, era absurdo, que la muerte de la mujer que amaba no le hubiera liberado de nada!

Renuncié a todo orgullo ante Albertina, le mandé un telegrama desesperado pidiéndole que volviera en las condiciones que fueran, que haría todo lo que quisiera, que sólo pedía besarla un minuto tres veces por semana antes de acostarse. Y aunque ella dijera: una vez nada más, yo aceptaría una vez.

Nunca volvió. Nada más salir mi telegrama, recibí uno. Era de madame Bontemps. El mundo no se crea de una sola vez para cada uno de nosotros. En el transcurso de la vida se van añadiendo cosas que no sospechábamos. ¡Ah!, no fue la supresión del dolor lo que me produjeron las dos primeras líneas del telegrama: "Pobre amigo mío, nuestra pequeña Albertina ya no existe, perdóneme que le diga esta cosa horrible, usted que tanto la amaba. Su caballo la tiró contra un árbol en un paseo. Todo lo que hemos hecho por salvarla ha sido inútil. ¡Ojalá hubiera muerto yo en su lugar!". No, no fue la supresión del dolor sino un dolor desconocido, el dolor de saber que no volvería. Pero ¿no me había dicho yo varias veces que acaso no volviera? Sí, me lo había dicho, pero ahora me daba cuenta de que ni por un momento lo había creído. Como tenía necesidad de su presencia, de sus besos para soportar el daño que me hacían mis sospechas, desde Balbec había tomado la costumbre de estar siempre con ella. Incluso cuando ella había salido, cuando estaba solo, seguía besándola. Y la besaba también cuando se fue a Turena. Más que su didelidad, necesitaba su retorno. Y si mi razón podía impunemente ponerlo alguna vez en duda, mi imaginación no dejaba ni un momento de representármelo. Instintivamente me pasaba la mano por el cuello, por los labios, que se veían besados por ella desde que se marchó y que ya nunca más lo serían; me pasaba la mano por ellos como me acariciaba mi madre cuando murió mi abuela, diciéndome: "Pobrecito mío, ya nunca más te besará tu abuela, que tanto te quería". Toda mi vida futura quedaba arrancada de mi corazón. ¿Mi vida futura? Pero no había pensado a veces vivirla sin Albertina? ¡No! ¿Luego le había consagrado desde hacía mucho tiempo todos los momentos de mi vida hasta mi muerte? ¡Claro que sí! Este porvenir indisoluble de ella yo no había sabido verle, mas ahora que acababa de ser descubierto sentía el lugar que ocupaba en mi corazón desgarrado. »

Marcel Proust, En busca del tiempo perdido.

domingo, 14 de febrero de 2010

I












I de Infierno (el sitio de mi recreo) "donde nos llevó la imaginación, donde con los ojos cerrados" vi como se destruía mi vida, como el mar inundaba todos los camarotes del recuerdo haciendo que el buque se hundiese como un peso muerto en un océano de odio y desesperanza, para que surgiese de las ahogadas cenizas (en vez del Ave Fénix) un licántropo sediento de sangre, un aullador desperado, un hombre sin alma y sin futuro, un muerto que camina.
I de iluso, por creer en el amor, por creer que me querías, por creer que el amor es mas fuerte que todo, que la vida, que la miseria de la vida y de la muerte, que la tristeza y la soledad, que la serpiente rastrera de la envidia.
I de infierno, ese sitio en el que despierto cada mañana, y por el que deambulo como alma en pena penando por los pecados que no cometí, por los hierros que no apliqué, por los besos que dí y por las estrellas que admiré. Devorado por las llamas del odio espero consumirme y explotar como una supernova en la noche. Triste esperanza de un final para acabar el tormento inhumano de Prometeo, encadenado por ser hombre, por querer dar luz a la vida para que esta sea algo más que el cubil donde nos revolcamos. Triste sino el de vivir enjaulado esperando los latigazos del domador y la noche para que cese el hambre y cese el sentido, para que cese el dolor, aunque las noches se hacen eternas esperando que salga el día para levantarnos del lecho, en el que, en vez de descansar, muero.
I de !IIIIII¡ ¡AAAAAAAAA me esta comiendo! ¡Me ha mordido en la cara! Me arranca el ...