sábado, 31 de mayo de 2014
21 Le mag. King Kong
LLOVIENDO PIEDRAS participa en el último número de la revista de arte y cultura alternativa 21 Le mag con este relato de King Kong. ¡Consigue tú ejemplar!
http://issuu.com/revista21lemag/docs/21_le_mag_pdf_677484dd170ffb
miércoles, 28 de mayo de 2014
X-C en la muerte
Cyrano ha abandonado a Roxana y ha descendido a los infiernos, baja por los círculos de la muerte hasta encontrarse con Áyax y Odiseo, Aquiles y Héctor también están allí, ninguno se habla, ya se lo han dicho todo, tan solo Cyrano quiere hablar, todavía está excitado por su amor, tan limpio como la estocada que lo acaba de matar. Les pregunta por la vida pero ellos ya solo saben (le cuentan) de la muerte. Les pregunta por el amor de Paris y Helena pero ellos le relatan la guerra, ninguno ha quedado en pie y lo han dado todo por defender a sus seres queridos, pero ninguno comprende lo ocurrido, ni tan siquiera el ingenioso Ulises, que escapó del deseo de Calipso para volver con Penélope, recuerdan el amor. Cyrano se enfurece, ama a Roxana y nunca cederá en su sentimiento, los demás se ríen y Cyrano los reta a duelo, Áyax el Grande levanta a Cyrano en el aire como si fuese un pelele y le corta (le abre) los ojos con la espada de Héctor, le hace ver todos los muertos, todas las historias de amor y todas las mentiras contadas y todos los ideales abandonados en las caminos, le muestra la vida (el infierno), la realidad de los días y las noches en soledad. Cyrano se desploma, aún hace el amago de levantarse, con los ojos rojos de un perro muerto. Héctor le incorpora y le hace sentarse en una piedra, el cuerpo de Cyrano tiembla. Ulises le habla de las sirenas y de las hazañas de Aquiles, pero Cyrano no hace caso, ya no escucha, vive en otro planeta, un planeta llamado Roxana, un planeta de recuerdos y palabras donde cada vez que siente como la lengua de ella exhala una silaba estremece su corazón. Entonces Aquiles recuerda a Patroclo y llora, el mundo se detiene, la tierra ya no gira, el semidios ha recordado y su dolor es tan grande como el de Prometeo torturado por el águila de Zeus, ya no se escuchan las hojas movidas por el viento y se ha detenido la primavera, no hay ninguna estrella que ver y las diosas se esconden en el fondo del (a)mar.
(Aparece un nuevo
personaje en la escena)
Áyax.― ¿Tú quién eres?
X-C.― Soy X-C.
Áyax.― ¿Y que haces aquí?
X-C.― No lo sé, el tiempo se ha detenido y no encuentro a R.
Áyax.― ¿Quién es R?
X-C.― La mujer que amo.
Áyax.― ¡Otro imbécil! ¿Pero que haces aquí?
X-C.― Esta noche la muerte ha llegado a mi cama. Me acosté
abrazando a R como todas las noches, soñando con su piel, despertándome cada
hora para ver como dormía. Era una noche oscura, llena de ella, pero la última vez
desperté tumbado en el suelo, atado de pies y manos como amortajado por una
araña gigante. Me pusieron un casco con
unos cables en la cabeza, como si yo fuese Makoki, y alguien se acercó, no
podía verlo bien, no podía abrir los ojos, parecía que me los hubiesen cerrado
con pegamento. Me taparon la boca con un trapo, y dejaron caer líquido sobre
mí, empecé a oler a amoniaco; aunque tenía la boca cerrada tuve que abrirla
porque no podía respirar. Cada vez caía más líquido y de repente salto un
chispazo, cuando me estaba ahogando me llegó una descarga eléctrica, un dolor
intenso; aullé pero no podía porque tenía la garganta encharcada. Entonces abrí
los ojos y vi la lluvia tras la ventana, llovía. No veía a R, tenía miedo a que
le pasase algo así que me lancé por la ventana en su busca, y ahora he llegado
aquí. ¿Sabéis dónde está ella?
Héctor. ― Olvídate no hay nada de ella aquí, puedes
preguntarle a Cyrano por Roxana. Áyax acaba de mostrarle la vida, el infierno,
la realidad de los días.
X-C.― Yo no soy Cyrano, no me interesa nada de él, él se
dejó vencer, dejó amarla a otro por él, fue un cobarde.
Héctor. ― ¿Qué dices loco? Cyrano es un héroe como nosotros.
X-C.― Ninguno me importáis nada con vuestras espadas y
vuestras ridículas armaduras, todos estáis vencidos porque no supisteis amar.
(Áyax se yergue, su
envergadura supera en mucho a X-C y le habla con voz atronadora. Aquiles sigue llorando por Patroclo y Cyrano,
el de la lengua ligera, no es capaz de articular palabra conmocionado por la visión
que le ha mostrado el guerrero aqueo).
Áyax.― Yo soy Ayax el Grande, el hijo de Telamón el rey de Salamina,
y tú eres un gilipollas que no tiene media hostia y te atreves a venir aquí a
insultarnos, a nosotros, los mejores de los hombres.
X-C.― Y a mi que más me da si me acabas de decir que estoy
en el Infierno. ¿Acaso no es este Ulises, el más listo de entre los hombres, y
no está aquí?
Áyax.― El muy creído se volvió a marchar de Ítaca, todo lo
que le pase se lo tiene más que merecido. Pero tú sitio no es este, tú deberías
estar en el segundo circulo del Infierno, donde los enamorados obstinados son
condenados, para siempre, a ser sacudidos por los vientos y arrojados
violentamente a tierra.
X-C.― Allí no estaba ella, no la he encontrado.
Áyax.― Pues más abajo solo queda el último círculo, donde
Lucifer cuida de los traidores, congelados en un lago de hielo.
X-C.― Yo, yo que he amado, que amo tanto, como es posible
que sea castigado.
Áyax.― Esto es el Infierno, aquí no hacen distingos, tu amor
es tan vacuo como una estrella fugaz. Tú estas en el círculo de fuego de los
amantes donde penan los que no han sido amados.
X-C.― ¡Mentira, a mi me han querido y mi amor es eterno!
Áyax.― Lo único eterno es la espada de Héctor que atraviesa
mi pecho.
X-C.― ¡Tú que sabrás, griego! Solo eres un pastor de cabras.
Yo he visto arder naves más allá de Orión.
Áyax.― Serás bufón… No tienes respeto, eres tan atrevido
como tu ignorancia. ¿Acaso crees que la Acrópolis se construyó sola, cómo si
fuese un péplum italiano? No sé porque te hablo. ¿Qué haces tú aquí, con
nosotros, con los elegidos?
X-C.― Yo no tengo patria ni Dios y a nada le tengo miedo,
tan solo busco a mi amada.
Áyax.― ¿Qué crees, qué esa R va a venir a salvarte?
X-C.― Lo que yo tengo, lo único que tengo, no tiene
salvación; es mi corazón ardiente y nada más, es lo único que tengo. Y ningún
troyano, ni ningún espartano, ni ningún demonio va a arrebatármelo. Sois
fantasmas tan viejos que ya nadie os recuerda, si ni tan siquiera se acuerdan
de Ethan o de Athicus, como van a acordarse de vosotros… ¡Decidme donde la
puedo encontrar!
Héctor. ― Tú estás loco, muchacho. ¿No has visto como se
quedó Cyrano al contemplar la realidad?
X-C.― A mi eso no me interesa, no me atemorizan vuestros
cuentos de vieja. ¿Acaso tú, Héctor, el mejor de los troyanos, no estás aquí
por defender el amor de tu hermano?
Héctor. ― ¡Si eres más tonto no naces! Yo estoy aquí porque
soy un héroe y hacía falta un enemigo de talla para Aquiles; y ya ves como se
encuentra ahora el semidios, llorando por un chico.
X-C.― No se quien es mas tonto, Héctor. No ves que Aquiles
llora por su amor muerto por ti.
Héctor. ― No, Aquiles ha muerto por su venganza, la venganza
de Atenea que se ha reído de él, igual que de Áyax.
X-C.― Pero Atenea es la diosa de la sabiduría y el arte.
Héctor. ― Y de la guerra y la destrucción. Tanta sabiduría,
con toda la eternidad por delante, la convierte en peligrosa, está ociosa y
nosotros no alcanzamos a comprenderla.
X-C.― Yo lo comprendo todo, sé lo que quiero.
Héctor. ― Pero que más da lo que tú quieras si ella no te
quiere a ti.
X-C.― ¡Cabrón, héroe de pacotilla! Voy a despertar a Aquiles
y te vas a comer tus palabras.
Héctor. ― ¿Qué crees, qué se va a volver verde? Aquiles está
acabado, su amor lo ha destruido, igual que a Cyrano, míralos, ¿no lo ves?
X-C.― No, Héctor, no te comprendo, ¿me quieres decir que lo
más hermoso de mi vida, lo que me ha hecho fuerte y feliz, no vale nada.
Héctor. ― ¡Basta ya! Ahora estás en el Infierno y no hay
nada más que hablar. Amarla hasta el fin, esa será tu tortura y tu destino;
pero no te preocupes que de vez en cuando pasa por aquí Blancaflor, la hija del
Diablo, ella te enseñará a arrastrarte entre las piedras.
jueves, 15 de mayo de 2014
La muerte de Cyrano
Edmond Rostandt.- Cyrano de Bergerac
Cyrano (leyendo).― “Quizás esta noche, por mi lado
tengo el alma ahíta de amor
aún no expresado.
Y moriré.
Jamás vuestros ojos veré.
Aquellas miradas que…”
Roxana.― ¡Qué
bien leéis su carta!
Cyrano.― ”Aquellas miradas que eran
de mi alma la única fiesta.
Incluso vuestros gestos de protesta.
Recuerdo uno adorable
que os era peculiar
cuando os tocabais la frente
y yo quisiera gritar.”
Cyrano.― ”Aquellas miradas que eran
de mi alma la única fiesta.
Incluso vuestros gestos de protesta.
Recuerdo uno adorable
que os era peculiar
cuando os tocabais la frente
y yo quisiera gritar.”
Roxana.― ¡Qué
bien leéis su carta!
Cyrano.― “Y grito: ¡adiós!”
Roxana.― La leéis…
Cyrano.― “Mi amor, mi vida, mi tesoro.”
Roxana.― …con una voz.
Cyrano.― “Mi amor…”
Roxana.― Con una voz que me trae
recuerdos de un modo veloz.
Cyrano.― “Mi corazón no os dejará
ni un segundo
porque soy, y también seré
en el otro mundo
quien os amó desmesuradamente,
aquel que…”
Cyrano.― “Y grito: ¡adiós!”
Roxana.― La leéis…
Cyrano.― “Mi amor, mi vida, mi tesoro.”
Roxana.― …con una voz.
Cyrano.― “Mi amor…”
Roxana.― Con una voz que me trae
recuerdos de un modo veloz.
Cyrano.― “Mi corazón no os dejará
ni un segundo
porque soy, y también seré
en el otro mundo
quien os amó desmesuradamente,
aquel que…”
Roxana.―
¿Cómo podéis leer así? Es de noche.
Cyrano.― ¿Es de noche?
Roxana.― ¡Erais vos!
Cyrano.― No, no Roxana, no.
Roxana.― ¡Debí adivinarlo cuando
decíais mi nombre!
Cyrano.― No, no era yo.
Roxana.― ¡Erais vos!
Cyrano.― Os lo juro.
Roxana.― Ya veo que sois
un generoso perjuro.
Las cartas eran vuestras.
Las palabras cariñosas.
Cyrano.― No.
Roxana.― La voz en la noche.
Cyrano.― Os juro que no.
Roxana.― El alma era la vuestra.
Cyrano.― Yo no os quiero.
Roxana.― ¡Me amáis!
Cyrano.― Era el otro.
Roxana.― ¡Me amáis!
Cyrano.― ¡No!
Roxana.― Os he desenmascarado.
Cyrano.― No, amor mío,
jamás os he amado.
Cyrano.― ¿Es de noche?
Roxana.― ¡Erais vos!
Cyrano.― No, no Roxana, no.
Roxana.― ¡Debí adivinarlo cuando
decíais mi nombre!
Cyrano.― No, no era yo.
Roxana.― ¡Erais vos!
Cyrano.― Os lo juro.
Roxana.― Ya veo que sois
un generoso perjuro.
Las cartas eran vuestras.
Las palabras cariñosas.
Cyrano.― No.
Roxana.― La voz en la noche.
Cyrano.― Os juro que no.
Roxana.― El alma era la vuestra.
Cyrano.― Yo no os quiero.
Roxana.― ¡Me amáis!
Cyrano.― Era el otro.
Roxana.― ¡Me amáis!
Cyrano.― ¡No!
Roxana.― Os he desenmascarado.
Cyrano.― No, amor mío,
jamás os he amado.
Roxana.―
¡Cuántas cosas muertas han renacido!
Catorce años habéis enmudecido
esta carta que en mi corazón
fue un aleluya.
Llevaba vuestro llanto.
Cyrano.― La sangre… era suya.
Catorce años habéis enmudecido
esta carta que en mi corazón
fue un aleluya.
Llevaba vuestro llanto.
Cyrano.― La sangre… era suya.
Ragueneau
(entrando con Guiche).― Cyrano, ¡estás aquí!
Cyrano.― Buenas noches, amigos.
Ragueneau.― Señor, al venir aquí se ha matado.
Roxana.― Ahora entiendo esta debilidad, esta…
Cyrano.― Es cierto, aún no
había terminado la gaceta.
Sábado veintiséis
y sin haber cenado
el Sr. De Bergerac
ha muerto asesinado.
Cyrano.― Buenas noches, amigos.
Ragueneau.― Señor, al venir aquí se ha matado.
Roxana.― Ahora entiendo esta debilidad, esta…
Cyrano.― Es cierto, aún no
había terminado la gaceta.
Sábado veintiséis
y sin haber cenado
el Sr. De Bergerac
ha muerto asesinado.
Roxana.―
¿Qué os han hecho?
Cyrano.― El destino es traidor.
Yo que siempre tuve
la espada a mi favor.
Resulta que me matan
en un encontronazo
¡a traición! Unos
canallas, de un leñazo.
Muy bien.
He fallado en todo,
¡hasta en mi muerte!
Cyrano.― El destino es traidor.
Yo que siempre tuve
la espada a mi favor.
Resulta que me matan
en un encontronazo
¡a traición! Unos
canallas, de un leñazo.
Muy bien.
He fallado en todo,
¡hasta en mi muerte!
Ragueneau.―
¡Señor!
Cyrano.― Ragueneau, no llores tan fuerte.
Ragueneau.― Id a buscar ayuda.
Cyrano.― No, ya no me queda aliento.
Dejad que se consuma
mi último lamento.
¿A qué te dedicas ahora,
si se puede saber?
¿Ya no eres pastelero?
Ragueneau.― No.
Trabajo con Molière.
Mis amigos me arruinaron.
Cyrano.― Y tu mujer te dejó. ¡Molière!
¿Qué haces con ese gran autor?
Ragueneau.― Enciendo las velas.
Mañana me despido.
Sí, estoy indignado.
Ayer, el muy bandido, os robó
una escena en su Scapin.
Cyrano.― ¡Entera!
Ragueneau.― Sí aquella que dice…
…”Esta fría ventolera”…
Molière te la ha robado.
Cyrano.― Bien hecho.
¿La escena ha dejado
al público satisfecho?
Ragueneau.― Sí señor, todos reían.
Cyrano.― Ragueneau, no llores tan fuerte.
Ragueneau.― Id a buscar ayuda.
Cyrano.― No, ya no me queda aliento.
Dejad que se consuma
mi último lamento.
¿A qué te dedicas ahora,
si se puede saber?
¿Ya no eres pastelero?
Ragueneau.― No.
Trabajo con Molière.
Mis amigos me arruinaron.
Cyrano.― Y tu mujer te dejó. ¡Molière!
¿Qué haces con ese gran autor?
Ragueneau.― Enciendo las velas.
Mañana me despido.
Sí, estoy indignado.
Ayer, el muy bandido, os robó
una escena en su Scapin.
Cyrano.― ¡Entera!
Ragueneau.― Sí aquella que dice…
…”Esta fría ventolera”…
Molière te la ha robado.
Cyrano.― Bien hecho.
¿La escena ha dejado
al público satisfecho?
Ragueneau.― Sí señor, todos reían.
Cyrano.―
Así es mi vida, he sido el inventor
de todo y el que todos olvidan.
¿Recordáis la noche en que
Christian os hablaba bajo el balcón?
Mi voluntad ha sido una esclava.
Mientras yo estaba abajo,
escondido entre la escoria
otros subían a recoger
el beso de la gloria.
No me quejo, lo apruebo
ante el todopoderoso:
Molière es un genio
y Christian… ¡era hermoso!
de todo y el que todos olvidan.
¿Recordáis la noche en que
Christian os hablaba bajo el balcón?
Mi voluntad ha sido una esclava.
Mientras yo estaba abajo,
escondido entre la escoria
otros subían a recoger
el beso de la gloria.
No me quejo, lo apruebo
ante el todopoderoso:
Molière es un genio
y Christian… ¡era hermoso!
Roxana.―
¡Hermanas, hermanas, venid!
Cyrano.― No, que recen la novena.
Que rueguen al Señor
mientras mi campana suena.
Roxana.― ¡He sido vuestra desgracia! Yo.
Cyrano.― No, que recen la novena.
Que rueguen al Señor
mientras mi campana suena.
Roxana.― ¡He sido vuestra desgracia! Yo.
Cyrano.―
¿Vos?
¡Al contrario!
Desconocía la dulzura femenina.
Mi madre jamás me encontró guapo.
No tuve hermanas.
Y las mujeres me
han hecho bromas inhumanas.
Os debo el haber tenido una amiga.
Gracias a vos, en
mi corazón hay una espiga.
¡Al contrario!
Desconocía la dulzura femenina.
Mi madre jamás me encontró guapo.
No tuve hermanas.
Y las mujeres me
han hecho bromas inhumanas.
Os debo el haber tenido una amiga.
Gracias a vos, en
mi corazón hay una espiga.
Roxana.―
¡Os amo! ¡Vivid!
Cyrano.― Es
demasiado tarde, prima.
Voy a subir allí, a la luna opalina.
Más de un alma noble
hallaré en mi paseo.
Encontraré a Sócrates y a Galileo.
Filósofo, poeta
espadachín y dramático
y músico y también matemático.
Con su nariz y su espada
amó mucho. No por su bien.
Aquí yace Hércules Savinien
de Cyrano de Bergerac.
Lo hizo todo
y no hizo nada.
Voy a subir allí, a la luna opalina.
Más de un alma noble
hallaré en mi paseo.
Encontraré a Sócrates y a Galileo.
Filósofo, poeta
espadachín y dramático
y músico y también matemático.
Con su nariz y su espada
amó mucho. No por su bien.
Aquí yace Hércules Savinien
de Cyrano de Bergerac.
Lo hizo todo
y no hizo nada.
Cyrano.―
Pero ahora me voy, perdón
no puedo hacer esperar
al rayo de luna
que me viene a buscar.
¡No me sostengáis, no!
¡Sólo los árboles!
Ahí llega
me siento ya entre los mármoles,
forrado de plomo.
no puedo hacer esperar
al rayo de luna
que me viene a buscar.
¡No me sostengáis, no!
¡Sólo los árboles!
Ahí llega
me siento ya entre los mármoles,
forrado de plomo.
Puesto que
el fin es tan cercano, iré a
buscarlo con la espada en la mano.
buscarlo con la espada en la mano.
Cyrano.―
¿Qué decís? ¿Que es inútil?
Ya lo sé.
Esta vez me bato sin saber por qué.
Es más bello romper
inútiles valladares.
¿Quiénes son todos esos?
Sois millares.
Ahora os reconozco. Sois mis viejos
enemigos que me lanzáis avisos…
La mentira, la cobardía,
¡los compromisos!
Ya sé que finalmente
conmigo vais a acabar.
No importa,
¡a luchar, a luchar, a luchar!
Ya lo sé.
Esta vez me bato sin saber por qué.
Es más bello romper
inútiles valladares.
¿Quiénes son todos esos?
Sois millares.
Ahora os reconozco. Sois mis viejos
enemigos que me lanzáis avisos…
La mentira, la cobardía,
¡los compromisos!
Ya sé que finalmente
conmigo vais a acabar.
No importa,
¡a luchar, a luchar, a luchar!
Cyrano.―
Sí, todo me lo quitaréis,
el laurel y la rosa.
Lleváoslos
pero me queda una cosa
que me llevo.
Cuando entre en la casa de Dios
brillará intensamente
mientras diga mi adiós
algo que inmaculado, meteré
en un arrullo y me
lo llevaré para siempre
Y es…
Roxana.― ¿Qué es?
Cyrano.― Mi honor. (Muere)
el laurel y la rosa.
Lleváoslos
pero me queda una cosa
que me llevo.
Cuando entre en la casa de Dios
brillará intensamente
mientras diga mi adiós
algo que inmaculado, meteré
en un arrullo y me
lo llevaré para siempre
Y es…
Roxana.― ¿Qué es?
Cyrano.― Mi honor. (Muere)
lunes, 5 de mayo de 2014
La muerte de Áyax
foto X-C
Aquel
viaje a Londres en busca del Santo Grial comenzó con unas cervezas en el aeropuerto
y el encuentro con Susan. Tras las nubes y todas esas cosas que se ven por el
aire llegué a la city, me esperaban días de lluvia y pubs (a paint of bitter, please). Visité unos cuantos museos aunque solo había
uno reservado en mi agenda. De la modernidad de la Tate y la Tate Britain, al túnel
del tiempo de la belleza clásica, las ruinas de Atenas donde hallamos la cabeza
del animal más bello del mundo, el caballo del tímpano del Partenón del que
Goethe escribió que con su creación el hombre, con las manos de Fidias, había
superado a la naturaleza. Después dejo que mis ojos se inunden con las metopas
del templo donde contemplo como hombres y mujeres luchan por algo más que su
vida, por algo que les ha dado a ellos la inmortalidad y a nosotros la
dignidad, eso que cada día nos quieren quitar humillándonos y pisándonos. Ahora ya no
tenemos héroes que nos defiendan ni diosas a quien pedir ayuda, tan solo tenemos esos
recuerdos de infancia de aquellos personajes que soñábamos ser, igual que lo soñó
Antonio Machado:
«¡Ah,
cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada!
Áyax era más fuerte que Diomedes,
Héctor, más fuerte que Ayax,
y Aquiles el más fuerte; porque era
el más fuerte... ¡Inocencias de la infancia!
¡Ah, cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada! »
soñaba con los héroes de la Ilíada!
Áyax era más fuerte que Diomedes,
Héctor, más fuerte que Ayax,
y Aquiles el más fuerte; porque era
el más fuerte... ¡Inocencias de la infancia!
¡Ah, cuando yo era niño
soñaba con los héroes de la Ilíada!
Con el tiempo, han ido desapareciendo los héroes y las diosas a la par que se iban diluyendo las ilusiones, según consumíamos el presente y ocupábamos el futuro (condicional compuesto).
Pero
el azar siempre depara sorpresas y me quedé pasmado ante una cerámica griega del
siglo V a. C. en la que aparecía pintado el suicidio de Áyax el Grande. Sobre
la negra tinta, como expulsada de un kraken, destaca la figura roja del
guerrero desnudo atravesado por su espada apoyada en el suelo. Aquel hombre
arrojándose contra la muerte me dejó temblando. ¿Cual serian las razones que le
llevaron a un héroe como Áyax a despreciar la vida? Volví a leer la Ilíada pero ahí no aparece su muerte,
apenas la menciona Ulises en la Odisea,
yo tenia que escribir sobre aquello, lo que no sabia, tonto de mi, que ya lo
había hecho, 2500 años antes, Sófocles en una de sus tragedias. Pero no me
importó, mi curiosidad me llevaba a intentar saber el porqué, a fin de cuentas
los hombres venimos todos de Grecia, de la guerra de Troya, de la Ilíada.
En
la Antigua Grecia, hacia el año 1000 antes de nada, sucedieron cosas de las que
hoy ya nadie se acuerda, aunque fueron descritas por poetas y cantadas por los bardos.
En los tiempos homéricos, los ejércitos griegos se aliaron para cargar contra
Troya. Paris hijo del rey de Troya, de visita en Esparta, ha robado el tesoro
de la ciudad y ha raptado o se ha fugado con la esposa de rey, Helena la mujer
más bella del mundo (la hija de la ninfa Leda que casada con el rey de Esparta
fue seducida por Zeus en forma de cisne).
Cuando
las naves egeas lleguen a las playas de Troya, será Héctor, el hermano de
Paris, el que tenga que defender las murallas y tras no se cuantos años y miles
de muertos, la guerra se enquista. Pero una jornada, Aquiles, el semidios hijo
de la ninfa Tetis, se volverá loco de dolor con la muerte de su amado Patroclo
a manos de Héctor. La suerte está echada y nada podrá detener la furia del héroe,
persigue a Héctor hasta atravesarlo con su lanza y lo ata a su carro, lo
arrastra alrededor de las murallas de la ciudad; los vítores y los gritos de
dolor se mezclan. Cuando al llegar la noche Aquiles se retira a su tienda, deja el cadáver de Héctor atado a su carro con el cinturón de Áyax para que sea
devorado por los perros (de la guerra).
Paris
el traidor o el inconsciente enamorado, cumple el destino de Aquiles clavándole
una flecha, dirigida por Apolo, en el talón, su única debilidad, lo único que no
fue sumergido por su madre en el río Estigia, el río del odio que al lado del
río del olvido, separaba a la tierra del Hades, el mundo de los muertos. Áyax y
Odiseo se enfrentan por ser los herederos de la armadura del semidios, pero la asamblea
de reyes griegos mangoneada por Menelao y dirigida por Atenea se la entrega a Odiseo.
Áyax
el Grande, el primo de Aquiles, el que hubiese acabado primero con Héctor sino
llega a caer la tregua de la noche y al que el heredero del trono de Troya, le ha
regalado su espada en reconocimiento a su valor; está ciego de odio y decide
acabar con los reyes griegos y con Odiseo el taimado porque «La fortuna sonríe
a los audaces (audentes fortuna iuvat) y el propio Marte está en manos de los
hombres», como escribirá Virgilio en la Eneida las palabras que pronunció Eneas cuando después de huir de
Troya, saltó al combate junto con el rey Latino para fundar Roma.
Pero
Atenea, la diosa de la guerra y la estrategia, la civilización y las artes y
aliada de Odiseo, lo ha preparado todo. Áyax es el único hombre libre, nunca ha
invocado a los dioses, se cree tan fuerte y tan valiente que no los necesita,
es Áyax el Grande, hijo de Telamón rey de Salamina. En la noche se pone la
armadura y carga contra el campamento de los reyes griegos, pero lo que él no
sabe es que lo que esta descuartizando es el botín conquistado, el ganado
arrebatado a los troyanos. Carga con furia, como Quijote, contra ovejas y
carneros creyéndolos ejércitos. Áyax destripa y mutila, corta cabezas con la
pesada espada de Héctor y coge prisionero al carnero más grande, imaginándolo Odiseo,
para atarlo al mástil de su tienda y allí matarlo a latigazos. Así, el gran héroe,
cae en el deshonor victima de los juegos de los dioses, él que los ignoraba, es
castigado. Palas Atenea avisa a Odiseo de la escabechina, y este lamenta su
locura: «Pienso tanto en su destino como en el mío. Todos somos, mientras
vivimos, meros fantasmas, sombras vanas».
Los
reyes aqueos claman venganza, pero no hace falta, cuando Áyax despierta del
hechizo, horrorizado empieza a gritar ¡Ay,ay! su nombre repetido. Desesperado no
encuentra solución y sin hacer caso de los ruegos de su esposa Tecmesa, toma la
espada de Héctor, clava su empuñadura en la tierra y se lanza contra ella. El
héroe, vil mortal, encuentra su destino. Burlado por los dioses, es un simple
títere movido por el viento de «la fortuna, la más ramera de las diosas», como
diría William, el bardo inmortal. Como dirá Quim el personaje de Roberto Bolaño
en Los detectives salvajes: «Ay, las casualidades, valen verga las casualidades.
A la hora de la verdad todo está escrito. A eso los pinches griegos lo llamaban
destino».
Era
tan grande, esforzado y valiente que creyó que él mismo podría recorrer su
camino, su fuerza fue su debilidad y así lo aprovecharon los dioses. «Ser o no
ser, he aquí la cuestión. ¿Qué es más digno para el espíritu, sufrir los golpes
y dardos de la insultante fortuna o tomar armas contra océanos de calamidades
y, haciéndoles frente, acabar con ellas? Morir..., dormir; no más». Las
palabras del príncipe de Dinamarca, parecen pronunciadas por el príncipe aqueo,
en su dilema final al despojarse de la armadura después de haber hecho frente a
la insultante fortuna y ―al descubrir la inutilidad de su acción― decidir morir
.
La
guerra continuara sin Áyax, y el muy ingenioso Odiseo construirá un caballo de
madera que destruirá la ciudad borracha de victoria. El ardid dará resultado.
Menelao,
rey de Esparta, al lado de Helena que ha vuelto con él tras la muerte de Paris,
cuenta en la Odisea a Telémaco, el hijo de Ulises que busca a su padre que partió
de casa hace veinte años y que aún no ha vuelto aunque la guerra solo duró diez
años: «Mis ojos jamás pudieron dar con un hombre que tuviera el corazón de
Odiseo, de ánimo paciente, ¡Qué no hizo y sufrió aquel fuerte varón en el
caballo de pulimentada madera, cuyo interior ocupábamos los mejores argivos
para llevar a los troyanos la carnicería y la muerte!»
Tras
luchar diez años en la guerra de Troya, los dioses entorpecieron su travesía
durante otros tres años hasta que cayó prisionero y se convirtió en amante de
la ninfa Calipso. Sólo la intercesión de la diosa Atenea consigue que Calipso,
enamorada de Odiseo, lo deje volver a su hogar; el héroe griego le explica: «No
lo lleves a mal, diosa augusta, que yo bien conozco cuán bajo de ti la discreta
Penélope queda a la vista en belleza y en noble estatura. Más con todo yo
quiero, y es ansia de todos mis días, el llegar a mi casa y gozar de la luz del
regreso» Esa es la verdad de Ulises, la que adivinó Proust: «La verdad no
existe para nosotros más que cuando es recreada por nuestra mente».
Escribe Milan Kundera en La ignorancia: «¡Calipso, ah, Calipso! Pienso muchas veces en ella. Amó a Ulises. Vivieron juntos durante siete años. No sabemos cuanto tiempo compartió Ulises su lecho con Penélope. Aun así, se suele exaltar el dolor de Penélope y menospreciar el llanto de Calipso». Ya en el lejano, o cercano, siglo VIII a. C. los poemas épicos cantan el valor de la vuelta a casa, al hogar representado por una mujer, la diosa madre, la que teje y desteje, no sé que extraña tela de araña en la que todos debemos caer atrapados por el bien de los dioses y la patria; sin importar el bien de los hombres y las mujeres que sólo deben vivir para morir.
El viaje como metáfora de la vida; queremos lo que no tenemos, las aventuras suceden mientras navegamos, aunque lo que deseamos es estar en tierra firme, en el hogar; pero cuando la casa arde, con el monótono fuego diario del llar, lo que queremos es navegar, la huida. El héroe disfruta, sufre las aventuras más legendarias pero su única meta es volver a la patria, la infancia a la que canta Rilke en El libro de las horas:
Escribe Milan Kundera en La ignorancia: «¡Calipso, ah, Calipso! Pienso muchas veces en ella. Amó a Ulises. Vivieron juntos durante siete años. No sabemos cuanto tiempo compartió Ulises su lecho con Penélope. Aun así, se suele exaltar el dolor de Penélope y menospreciar el llanto de Calipso». Ya en el lejano, o cercano, siglo VIII a. C. los poemas épicos cantan el valor de la vuelta a casa, al hogar representado por una mujer, la diosa madre, la que teje y desteje, no sé que extraña tela de araña en la que todos debemos caer atrapados por el bien de los dioses y la patria; sin importar el bien de los hombres y las mujeres que sólo deben vivir para morir.
El viaje como metáfora de la vida; queremos lo que no tenemos, las aventuras suceden mientras navegamos, aunque lo que deseamos es estar en tierra firme, en el hogar; pero cuando la casa arde, con el monótono fuego diario del llar, lo que queremos es navegar, la huida. El héroe disfruta, sufre las aventuras más legendarias pero su única meta es volver a la patria, la infancia a la que canta Rilke en El libro de las horas:
«Amo
las horas oscuras de mi ser
en las que se ahondan mis sentidos;
en ellas, como en viejas cartas,
hallo mi vida cotidiana ya vivida
y lejana y olvidada como una leyenda.
Gracias a ellas sé que tengo espacio
para vivir otra ancha vida intemporal.
Y a veces soy como el árbol
que sobre una tumba, maduro y rumoroso,
cumple aquel sueño que el niño que se fue
(al que abraza con sus raíces tibias)
perdió en tristezas y canciones».
en las que se ahondan mis sentidos;
en ellas, como en viejas cartas,
hallo mi vida cotidiana ya vivida
y lejana y olvidada como una leyenda.
Gracias a ellas sé que tengo espacio
para vivir otra ancha vida intemporal.
Y a veces soy como el árbol
que sobre una tumba, maduro y rumoroso,
cumple aquel sueño que el niño que se fue
(al que abraza con sus raíces tibias)
perdió en tristezas y canciones».
En
la Divina Comedia Ulises recibirá su castigo. Dante, roto de dolor por la
muerte de su amada Beatriz, desciende a los infiernos:
«En
medio del camino de la vida,
errante
me encontré por selva oscura,
en
que la recta vía era perdida».
Beatriz
alarmada, desde el Paraíso, le envía al maestro Virgilio para que le sirva de
guía en su travesía. Tras cruzar la laguna Estigia atravesaran los círculos del
Infierno, y será en el Octavo Círculo, donde penan los consejeros engañosos ardiendo
entre lenguas de llamas como el fuego que salía de sus bocas taimadas, ahí
descubrirán a Ulises, que apenas podrá hablar.
En
la Odisea de su viaje de vuelta a Ítaca Odiseo desciende a los infiernos donde
se encuentra con Áyax: «¡Ojalá yo no le hubiera ganado en aquella querella!
Pues por ello a la tierra cayó semejante cabeza, la de Áyax, mejor en figura y en hechos que todos los
argivos después del intachable Aquiles. Y entonces le dije con suaves palabras:
Áyax hijo del noble y cabal Telamón! ¿Ni aún después de la muerte olvidarte
podrás del rencor contra mí por aquellas perniciosas armas? Los dioses las
convirtieron en una plaga contra los dánaos, ya que pereciste tú, que tan gran
baluarte eras para todos. Con no menos dolor que la muerte de Aquiles lloramos
los aqueos la tuya que nadie causó, solo Zeus, que no tuvo medida en su odio
contra los belicosos dánaos y te impuso semejante destino».
Ayax
el Grande fue vencido por si mismo, por su honor. Para Calderón (dos mil años
después) «la hacienda y la vida son del rey, pero el honor es patrimonio del
alma y el alma solo es de Dios». Ayax era tan grande que ni su honra era de
Dios, solo era suya.
Así habló
Zarathustra (Friedrich Nietzsche):
«El
hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el Superhombre: una cuerda sobre
un abismo.
Lo
más grande del hombre es que es un puente y no una meta. Lo que debemos amar en
el hombre es que consiste en un tránsito y un ocaso.
Yo
amo a quienes no saben vivir sino para desaparecer, para anularse, pues esos
son los que pasan más allá.
Yo
amo a quienes se prodigan y dilapidan su alma, y nunca buscan agradecimiento ni
retribución, pues esos son los que lo dan todo y no quieren conservarse a sí
mismos.
Yo
amo a quienes castigan a su dios, porque aman a su dios; pues ellos perecerán
por la ira de su dios.
Yo
amo a aquellos cuyas almas son tan profundas, aún cuando se las hiere, que
sucumben al menor golpe; porque esos atravesarán el puente.
Yo
amo a aquellos cuyas almas están tan repletas que se desbordan, y se olvidan de
sí mismos, y todas las cosas están en sus almas, porque todas las cosas les
empujarán hacia el abismo.
Yo
amo a quienes poseen corazón libre y espíritu libre, de modo que su cabeza no
es sino las entrañas de su corazón, pues tal corazón les llevará al ocaso».
Sófocles,
allá por los mismos años en que fue cocida el ánfora que desato todo esto en mí,
lo dejó así escrito (perdonad la libertad que me tomado para entresacar estos
versos, pero ya sabéis… audaces fortuna
iuvat):
«Atenea.―
Un solo día basta para abatir a los
humanos o levantarlos. Los dioses aman la moderación en los deseos y odian la
impiedad.
Sus
soldados temen perecer con él bajo una lluvia de piedras, ya que es presa de un
mal siniestro e inabordable.
Tecmesa.―
Recobrada la razón, ahora experimenta un nuevo dolor: Contemplar los males de
los que uno es el autor y comprobar que nadie sino uno mismo los ha cometido,
acrece y aumenta los pesares.
Corifeo.―
Pero si está encalmado, supongo que todo puede todavía ir bien para él. Cuando
la desgracia se ha alejado, ya no hay que pensar en ella.
Tecmesa.―
Si a ti te diesen a elegir, ¿qué escogerías? ¿Afligir a tus amigos, siendo tú
feliz, o bien padecer con ellos compartiendo sus males?
Corifeo.―
Dolor que es doble, mujer, siempre es mayor.
Tecmesa.―
Así el mal ha cesado; pero quedamos abrumados.
Corifeo.―
¿Cómo dices eso? No entiendo tus palabras.
Tecmesa.―
Áyax, mientras duró su delirio, gozaba en medio de su desgracia; en tanto que a
nosotros, dueños de nuestros sentidos, su vista nos torturaba. Pero ahora que
vuelto en sí y que el mal le deja respirar, se encuentra todo él presa de una
desesperación atroz y nosotros también estamos como él y no sufrimos menos que
antes. ¿No es esto, en vez de una pena, dos?
Corifeo.―
Estoy de acuerdo contigo y aun me temo que alguna divinidad nos envíe otro
azote. ¿Cómo no si, vuelto a la calma, no es más feliz que cuando deliraba?
¿Cómo empezó su mal?
Tecmesa.―
Primero cargó contra los animales y después trajo algunos a la tienda donde los
degollaba o abría en canal. Al fin, saltando fuera de si de la tienda, empezó a
hablar con un fantasma, al que le contó la venganza que se había tomado. Cuando
recobró la razón, al ver su tienda llena de sus destrozos, se golpeó la cabeza,
dio un grito. Largo tiempo se quedó sin decir palabra; entonces prorrumpió en
lúgubres gemido, como nunca se los había oído, porque él siempre sostuvo que
las quejas eran propias solo de cobardes y de almas ruines; se lamentaba
sordamente como un toro que muge.
Corifeo.―
El dolor ha vuelto loco ha nuestro amo.
Áyax.―
Marineros, únicos amigos míos, los únicos que permanecéis fieles y leales:
mirad qué olas me azotan, a impulso de una sangrienta tempestad, a derecha, a
izquierda, en torno mío. Tropa que me ayudas a mover mis barcos; tú, tú sola a
quien veo presta a asistirme en mis sufrimientos; ¡pues bien, degüéllame!
Corifeo.―
¡Nada de palabras de mal agüero! No vayas a agravar más tu desgracia con un
remedio peor que el propio mal.
Áyax.―
¡Oh sombra, mi luz, Érebo, dios de la
oscuridad, hijo de Caos, mansión resplandeciente para un ser como yo! Acógeme,
acógeme como habitante; llévame, que ya no soy digno de levantar mis ojos ni
hasta los dioses ni hacia los hombres efímeros, para esperar ayuda ni de unos
ni de otros. ¿Adónde huir? ¿Dónde encontrar un refugio seguro, ya que todo se
hunde?
Tecmesa.―
¡Qué infortunada soy! ¿Es posible que un hombre tan valiente diga semejantes
palabras que antes le hubieran hecho enrojecer?
Áyax.―
¡Ay, Ay! ¿Quién hubiera pensado nunca que mi nombre estuviera a tal punto
acorde con mis desgracias? La hija de Zeus, diosa virgen de aterradora mirada, trastornó
mi juicio; cuando es un dios el que quiere herir, aun el cobarde escapa del más
fuerte. Y ahora, ¿qué puedo hacer? Soy abiertamente enemigo de los dioses; me
detesta el ejercito de los griegos; Troya entera y este mi país, me odian. Hay
que buscar un medio por el cual pueda probar a mi anciano padre que soy hijo
suyo, o por lo menos que tengo un corazón digno de él. Es una vergüenza para un
hombre desear una vida larga si no pone todo su esfuerzo para triunfar en sus
desventuras. ¿Qué importa, en efecto, que un día sumándose a otro traiga
alegría para el hombre, ya que ese día no le aleja de su fin sino que le acerca
más a él? No haría yo ningún caso del mortal que se deja ganar por vanas
esperanzas. Pero o gloriosamente vivir, o gloriosamente morir es lo único que
debe hacer un valiente; y con esto lo he dicho todo.
Tecmesa.―
¿Qué patria podré tener privada de ti? ¿Qué fortuna será la mía? En ti está
toda mi salvación. Piensa también en mí: justo es que el hombre recuerde con
agradecimiento lo que le ha traído alguna alegría. Un beneficio es siempre
causa de agradecimiento. Quien pierde la memoria del favor recibido, no podría
ser tenido por hombre bien nacido.
Áyax.―
El encanto de la vida es no pensar hasta el momento en que llega uno a saber lo
que es placer y dolor.
El
tiempo inmenso, infinito, hace surgir a la luz todo lo escondido y cuando lo ha
puesto de manifiesto lo oculta de nuevo. No hay que decir “esto no sucederá”,
porque falla el juramento más terrible y se ablanda el espíritu más tenaz. Así
yo, que hace un momento pronunciaba duras palabras, me he doblegado como el
hierro al temple en mi tajante voluntad, me he ablandado ante esta mujer: he
sentido lástima de dejar una viuda y un huérfano desamparados a merced de mis
enemigos. Escaparé a la pesada cólera de la diosa.
Mensajero.―
¿Dónde está Áyax?
Corifeo.―
No está en su tienda; acaba de marcharse; ha cambiado de propósito al cambiar
de humor. Va a reconciliarse con los dioses, sin rencor.
Mensajero.―
Esas palabras no son otra cosa más que demencia, si es exacto lo que el oráculo
predijo. Recomendó que se retuviese por todos los medios a Áyax en su tienda
durante todo el día. La cólera de la divina Atenea le perseguiría solamente
hoy. Esto les sucede a aquellos que, olvidándose de que han nacido con
naturaleza humana, no tienen los sentimientos propios del hombre. Cuando su
padre, al salir de la patria, le dio sabios consejos: con la lanza en la mano
aspira a vencer, pero siempre con la ayuda de los dioses. Y él, presuntuoso e
insensato, replicó: “Padre mío, con la ayuda de los dioses, aun el cobarde
puede ganar; pero, hasta sin ellos,
tengo confianza de ganar gloria. También rechazo la ayuda de la divina
Atenea: Reina, mantente cerca de los demás griegos, a su lado; donde yo estoy,
jamás cederá la línea de combate”. Por tales palabras se atrajo la implacable
cólera de la diosa, por no tener sentimientos como conviene a un hombre. Sin
embargo, si pasa con vida el día de hoy, quizá con la ayuda de la divinidad
podremos salvarlo.
Áyax.―
He aquí en pie el acero homicida; de esta manera penetrará mejor: aunque
tuviera tiempo sobrado para pensarlo: fue un regalo de Héctor, el más detestado
de mis enemigos y el más odioso; hundido está en tierra enemiga, la de Troya,
recién afilado en la piedra que muerde el hierro; en fin, lo he asegurado yo
mismo cuidadosamente por todas partes, para que ponga toda su complacencia en
darme aquí una muerte rápida. Así todo está preparado.
No
sirve de nada lamentarse inútilmente; más vale actuar y darse prisa. ¡Oh
Muerte, Muerte! Ven en mi ayuda; ha llegado la hora; ven, que contigo ya tendré
tiempo de conversar allí cuando me haya unido a ti. Tú, por el contrario, rayo
de luz del día que aún luces esplendente ante mis ojos, y tú, Helios, que
avanzas en tu carroza, me dirijo a vosotros por última vez porque nunca más lo
haré. ¡Oh luz! ¡Oh suelo sagrado de Salamina, mi patria, hogar de mis
antepasados; gloriosa Atenas, amigos que habéis crecido conmigo, fuentes y ríos
de este país, llanuras troyanas, a vosotros también os digo adiós! ¡Salud a
vosotros que me habéis alimentado! Estas palabras son las últimas que os dice
Áyax; en adelante, en el Hades las dirigiré a los muertos.
(Se arroja sobre su espada.)
El Coro.― Numerosos, en verdad, son los acontecimientos que cada día pasan a la vista de los hombres; pero antes que uno haya asistido a ellos, nadie puede predecir lo que en el porvenir sucederá».
(Se arroja sobre su espada.)
El Coro.― Numerosos, en verdad, son los acontecimientos que cada día pasan a la vista de los hombres; pero antes que uno haya asistido a ellos, nadie puede predecir lo que en el porvenir sucederá».
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