martes, 1 de enero de 2013

Nuria y Héctor. Año cero


NURIA: Son las cinco de la mañana, me asomo a la ventana y huele a campamento de verano. Es agradable identificar olores, volver a revivirlos así. El aire es el típico de Castilla, de eso no hay duda. Hace dos noches me despertó el ronquido del vecino rumano; duerme fuera, en el porche. Pensé que era Miguel (a veces respira profundamente), pero era el vecino que en las noches de verano duerme fuera de la casa. Me costó volver a dormirme, tengo el sueño fragmentado; es un sueño posmoderno, en eso soy actual, estoy a la moda.

HÉCTOR: Yo tampoco dormí bien, no podía respirar, me levanté al baño a lavarme la cara y beber agua, miré el reloj y eran las cinco de la mañana. No había dormido, volví a la cama y desperté en un hospital medio en ruinas, lleno de gente, ocupado por soldados alemanes. Lo bombardeaban fuertemente, me escapé. Tras un muro vi un montón de carteras y pañuelos y cosas extrañas colocadas en el suelo como en un escaparate, como si fuese un top manta. Apareció un niño de unos catorce años: “Señor, señor ¿Quiere comprar algo?” Debió de comprender la cara de loco que le puse, me cogió de la mano y dijo: “Venga conmigo.” Las bombas seguían cayendo, corrimos entre casas derruidas y cascotes y barricadas por las calles, hasta que al doblar una esquina nos topamos con una patrulla de soldados, nos apuntaron con las metralletas y nos pusieron contra la pared, nos registraron y nos ataron las manos a la espalda. Nos hicieron caminar hasta llegar a un patio lleno de gente formada en filas. 
Todos eran civiles, mujeres y niños, ancianos la mayoría. Nos soltaron las manos y  nos alinearon con los demás. Trajeron a un niño de unos tres años y me lo pusieron a horcajadas sobre los hombros. Empezaron a llegar camiones militares cubiertos por toldos de lona con una cruz negra pintada en el centro. Tocaron un silbato y nos mandaron  subir a los camiones. Les golpeaban con las culatas de los fusiles y había una mujer vestida con el uniforme de las SS, con pantalones de montar y botas de caña alta, que azotaba a los viejos con una fusta. Por señas le indiqué al chaval que me siguiese y nos escabullimos entre las columnas del patio, con el niño rubio sobre mis espaldas. Nos agachamos e intentamos escondernos entre un montón de sacos vacíos amontonados en un rincón, olían a demonios pero nos metimos debajo de ellos. No paraban los gritos, ni el ronquido de los camiones. La plaza se vació, se hizo silencio, pero no nos movimos. Después, como quince minutos después, llegaron los disparos, ráfagas de metralleta y gritos sangrantes, un mar de gritos, aullidos de dolor. Echamos a correr, corrimos y corrimos atravesando calles y casas en ruinas, ya no podíamos respirar, me dolían los pulmones, pero las piernas seguían corriendo. Tropezamos con un río y bajamos a la orilla buscando un refugio. Nos inclinamos a beber, cuando vi que el agua olía dulce y estaba roja. Me desperté, son las seis de la mañana y ahora te escribo.

Texto Roxana Popelka y X-C
Imágenes Natalia Pastor

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