
Foto X-C
—¿El cura de la sobrina preñada?
—El mismo, siempre quiso a las niñas, a Manolita, la tuvo en casa hasta que se lió, con el boticario un verano, debió de prometerle de todo, pero luego na de na, la chica se quedó sola y tuvo que dedicarse a pajillera. Vivía en una casa abandonada sobre el acantilado, algunos la iban a ver por la noche, de día recogía lo que podía en el pedreru. Cuando cerró el cine ya era mayor, ya habían abierto la whisquería del Valle de Tuscani, y sólo la visitaban cuatro viejos. Una noche de nordes la casa ardió, todo fue muy rápido, cuando llegamos allí, ya no quedaba nada, supongo que la castigo Dios, por puta; pero bueno, molaba como te bajaba la bragueta y te sacaba la pirula del pantalón, la primera vez me corrí en los calzoncillos antes de que me la sacase, empezó a frotármela por fuera, y claro... como yo era un chaval. Luego, el domingo tenía que confesarme con don Servando y se que le jodía, tal vez ella lo hacia por eso, por joderlo a él. Todo el mundo decía que la pegaba cuando se emborrachaba con el vino de misa y ella no se dejaba.
El que contaba la historia tenia unos cincuenta años, aunque podrían ser sesenta, por lo bien trabajado que estaba; tenía el rostro lleno de marcas, como si se hubiese estrellado con el coche o como si le hubiesen partido la boca varias veces, aunque por la forma en que apuraba las pintas de vino seguro que le anduvieron por la cara mas de una vez.
El hombre pidió a la chica otra ronda y la conversación se animo. Le contaron los chismes del cura y de su sobrina, la tonta del pueblo, aunque no era del pueblo; siempre se traía a una de las brañas para amaestrarla, y de cómo se dedicaba a camelar a las viejas para quedarse con su dinero para el cepillo. También le contaron alguna historia del farmacéutico y de cómo se había hecho rico vendiendo medicinas caducadas del ejercito, que le proporcionaba un coronel que había estado con él en milicias en Salamanca, todavía agradecido de las copas y de las putas que le había pagado el estudiante.
Pero no sabían de quien era la discoteca, unos decían que era del jefe de la policía y otros que del farmacéutico, pero lo único cierto era que el zángano del hijo del boticario trabajaba allí de encargado por el verano, y que el que hacia de dueño era Sebastián Miranda, el jefe de la policía local.
Ya se estaba haciendo tarde, había que ir a tomar una sidra y aquellos no callaban, ya estaba un poco harto de oír tanto chisme, así que me levante y me fui dejando una buena propina, de veinte céntimos, a la cantinera, aunque no me canto nada. Todavía tenia que pasar por el hotel antes de ir a la sidrería a ver el partido. Se me acumulaba el trabajo.
En el hotel le saludo en la recepción Jenny, una colombiana que no tenia veinte años y una boca que parecía el Cañón del Colorado.
—Buenas tardes señor. ¿Que tal el baño, estaba caliente el agua?
El que esta caliente soy yo, pensó él mientras contestaba a la morena con una sonrisa de ferre a punto de caer sobre la paloma:
—Estaba fría de cojones, voy a necesitar que subas conmigo a la habitación a darme unas friegas haber si me vuelve a circular la sangre.
—Lo que me parece es que al señor se le junta toda en el mismo sitio.
—Si, en la cabeza, a si la tengo de gorda, y cada vez que te veo se me hincha más, no se si de las ganas de echarte un polvo o de rabia por saber que no te lo voy a echar.
—Que cosas dice, vaya a cambiarse que me esta dejando todo perdido y va a venir la señora y no puede encontrar ni un granito de arena en el hall.
—Pues empieza a recoger que me encanta ver como mueves ese trasero, que no sé, que Dios te dio.
La tarde se iba, había que correr, además no tenía ninguna posibilidad con la chiquita. En la habitación se pegó una ducha fría, necesitaba quitarse de encima el jugo de pizarra exprimida de la playa y el empalme de imaginarse montando a Jenny sobre la moqueta.
Ya no sabía si tenía que afeitarse o si no, si le hacía más joven o más viejo, si gustaría más o menos, o si las pocas canas que le empezaban a salir eran cutres o eran interesantes; así que se echó un poco de esa colonia de mujer que tanto le gustaba y se fue. No se fijó en la ropa que se había puesto, pero seguro que estaba bien, ya el tiempo había pasado pero no soportaba ir mal vestido, como uno de esos capullos de la tele, como un político, o como un tertuliano madrileño, o como los que van a misa pensando que cuanta mas gomina llevan en el pelo mas dinero creen que tienen.
Tenía el tiempo justo para ver la puesta de sol, espectáculo mágico que el pueblo proporcionaba y que las terrazas del puerto bien se cobraban. Le gustaba recorrer los acantilados y ver, deslumbrado, como el sol se suicidaba placidamente contra el mar. Le molestaba encontrarse con turistas y veraneantes, y sobre todo lo que mas le jodía era encontrarse con parejas haciendo de enamoradas, la cara de estulticia de ella y la mirada perdida de el, porque de lo que tenía ganas era de una perdida y no de aquella tocacojones que se pasaba el día pidiéndole cosas y diciéndole lo que estaba bien y lo que estaba mal, y de lo enferma que estaba su madre y de lo guay que era su padre y de lo elegante que era el Audi A3 del vecino, cuando lo que él quería era ver el partido y leer el periódico, pero ya sabía que esa noche tendría que disimular amor eterno mientras ella simulaba un extenuante orgasmo, recordando lo bueno que estaba Abbas, el senegalés que vendía DVDs pirateados por los bares.
El sol se moría sin remedio, el amarillo dañino de la vida reventaba contra el azul oscuro del mar convirtiéndose en rojo sangre, dando paso a la noche, el espacio de los sueños y la amargura, de la soledad. Por eso, tras la puesta de sol, la inicial euforia por contemplar algo tan bello y gratis, se convertía en melancolía, la tristeza de recordar algo que habíamos tenido aunque realmente no lo habíamos tenido nunca.
El paseo acababa en los bares del puerto, había que atravesar aquel puzle de sombrillas y mesas, y pijos y pijas, con gafas de sol. Así que cruzó deprisa, aunque despacio, regodeándose del personal, en busca de la sidra primigenia o salvadora. El trabajo se la traía al pairo, estaba hasta los huevos de los jefes y lo único que quería era que lo dejasen en paz, aunque tenía claro que había que pensar algo y resolver aquel asunto antes de fin de mes.
Yo tengo un sueño que se repite... en realidad no es el sueño sino el escenario lo que se repite. Son distintas escenas en un mismo pueblo de casas blancas, suelos empedrados y con el agua muy presente (dicen que ese agua es el subconsciente).
ResponderEliminarAlgo similar pasa en tu relato. La historia va evolucionando pero el entorno en que se encuentra seguro que cada uno de nsotros, tus lectores, lo identificamos con un pueblo que conocemos, con alún sitio muy familiar. Incluso nuestro recientemente perdido Berlanga lo encontraría conocido, aunque su hitoria,(incluso contando con cura, guardia civil y farmacéutico) sería muy distinta ¿verdad?
Me mantengo a la espera de tu siguiente entrega,
LINDA -----
Aquí falta una Bacall que le estimule las neuronas (y lo que haga falta).
ResponderEliminar