
Álvaro Mutis.- Abdul Bashur, soñador de navíos.
«El encuentro de los dos amigos fue, como era de esperarse, desgarrador, en particular para Bashur, para quien la noticia tuvo consecuencias imprevisibles. El Gaviero subió a bordo y, tomando a su amigo del brazo, lo llevó al camarote de éste, diciéndole que tenía que comunicarle algo en privado. El rostro de Bashur, quien, en ese instante, intuyó que algo había sucedido a Ilona, cobró un tono gris y rígido como de quien espera un golpe y no sabe de dónde va a venir. Ya en el camarote, Maqroll le relató en breves palabras la tragedia. Bashur, anonadado, pidió al Gaviero con voz sorda que, por favor, lo dejara un rato solo. Maqroll salió para hablar con el capitán.
—Qué le pasó a Jabdul. ¿Una mala noticia? ¿Ilona no vino acaso con usted?
—Ilona murió, Vincas.
—¡Dios mío! ¿Y usted lo dejó solo?
—No se preocupe. Él mismo me lo pidió. Bashur no es de los que busca escaparse por la puerta que usted está pensando. Le hará bien estar solo unas horas para acostumbrarse a vivir con el vacío que le espera. Las consecuencias vendrán después. Pienso que serán fatales, pero en otro sentido —explicó el Gaviero.
—Bueno. Usted lo conoce mejor. Me angustia pensar en el dolor que lo debe estar torturando ahora. Estaba tan ilusionado de ver a su amiga y de mostrarle el barco, bautizado en su honor.
Ya en su camarote, el Gaviero meditó largamente sobre el destino nefasto que parecía marcar a quienes llegaban a compartir con él algún trecho de su vida. Para Abdul, la muerte de Ilona era un desastre abrumador. Su relación con ella, con ese cariz fraterno y, al mismo tiempo, una fuerte dosis de erotismo, había creado un vínculo mucho más sólido de lo que el itinerante libanés sospechaba.

Para Ilona, por su parte, Abdul era ese hermano menor que nunca tuvo y cuya vida le producía secreta satisfacción orientar. Había en ella una mezcla de complicidad sensual y de sutil dominio ejercido con destreza esencialmente femenina. En cambio, la relación con Maqroll significaba para Ilona un perpetuo reto y una continua sorpresa. Nunca había conseguido asir, así fuera por un instante, alguien por quien sentía evidente atracción y cuyo enigma superaba la eficaz y apretada red de su inteligencia premonitoria de hechicera. Con Maqroll todo quedaba pendiente y nada se cumplía a cabalidad. Los cabos sueltos tornaban a intrigarla, despertando su curiosidad por el personaje. Con Abdul, en cambio, todo se formalizaba dentro de un orden cuyo escueto diseño, que no excluía la aventura y el riesgo, la mantenía dentro de cauces que jamas escapaban a su amorosa inteligencia. Que los celos no hubieran asomado jamás su tortuosa silueta para separar al trío, era fácilmente explicable para quienes conocían esos distintos matices de su relación. La desaparición de Ilona dejaba un vacío que, sin separar a los dos amigos, les despojaba de un intermediario que había facilitado y hecho más amable el manejo de situaciones cuya gravedad siempre acababa disolviéndose por obra del saludable sentido común y el indeclinable amor a la vida de su común amiga y amante.
El viaje a Vancouver estuvo así, teñido por la turbia torpeza que deja la muerte de alguien a quien hemos amado sin reservas y que formaba parte de la más firme substancia de nuestro existir.
Ya sin Ilona y su amorosa pero sutil vigilancia, Abdul Bashur, con el paso del tiempo, se fue inclinando cada vez más a seguir los pasos del Gaviero, asumiendo su deshilvanada errancia y el gusto por aceptar el destino sin medir el alcance de sus ocultos designios. Por este camino, Abdul, movido por el secular atavismo de su sangre trashumante, descendió, si no más hondo, al menos a las mismas tinieblas abismales visitadas por Maqroll. Era como si hubiese perdido un freno, un asidero que lo detenía en lo pendiente de su querencia al desastre.»
—Qué le pasó a Jabdul. ¿Una mala noticia? ¿Ilona no vino acaso con usted?
—Ilona murió, Vincas.
—¡Dios mío! ¿Y usted lo dejó solo?
—No se preocupe. Él mismo me lo pidió. Bashur no es de los que busca escaparse por la puerta que usted está pensando. Le hará bien estar solo unas horas para acostumbrarse a vivir con el vacío que le espera. Las consecuencias vendrán después. Pienso que serán fatales, pero en otro sentido —explicó el Gaviero.
—Bueno. Usted lo conoce mejor. Me angustia pensar en el dolor que lo debe estar torturando ahora. Estaba tan ilusionado de ver a su amiga y de mostrarle el barco, bautizado en su honor.
Ya en su camarote, el Gaviero meditó largamente sobre el destino nefasto que parecía marcar a quienes llegaban a compartir con él algún trecho de su vida. Para Abdul, la muerte de Ilona era un desastre abrumador. Su relación con ella, con ese cariz fraterno y, al mismo tiempo, una fuerte dosis de erotismo, había creado un vínculo mucho más sólido de lo que el itinerante libanés sospechaba.

Para Ilona, por su parte, Abdul era ese hermano menor que nunca tuvo y cuya vida le producía secreta satisfacción orientar. Había en ella una mezcla de complicidad sensual y de sutil dominio ejercido con destreza esencialmente femenina. En cambio, la relación con Maqroll significaba para Ilona un perpetuo reto y una continua sorpresa. Nunca había conseguido asir, así fuera por un instante, alguien por quien sentía evidente atracción y cuyo enigma superaba la eficaz y apretada red de su inteligencia premonitoria de hechicera. Con Maqroll todo quedaba pendiente y nada se cumplía a cabalidad. Los cabos sueltos tornaban a intrigarla, despertando su curiosidad por el personaje. Con Abdul, en cambio, todo se formalizaba dentro de un orden cuyo escueto diseño, que no excluía la aventura y el riesgo, la mantenía dentro de cauces que jamas escapaban a su amorosa inteligencia. Que los celos no hubieran asomado jamás su tortuosa silueta para separar al trío, era fácilmente explicable para quienes conocían esos distintos matices de su relación. La desaparición de Ilona dejaba un vacío que, sin separar a los dos amigos, les despojaba de un intermediario que había facilitado y hecho más amable el manejo de situaciones cuya gravedad siempre acababa disolviéndose por obra del saludable sentido común y el indeclinable amor a la vida de su común amiga y amante.
El viaje a Vancouver estuvo así, teñido por la turbia torpeza que deja la muerte de alguien a quien hemos amado sin reservas y que formaba parte de la más firme substancia de nuestro existir.
Ya sin Ilona y su amorosa pero sutil vigilancia, Abdul Bashur, con el paso del tiempo, se fue inclinando cada vez más a seguir los pasos del Gaviero, asumiendo su deshilvanada errancia y el gusto por aceptar el destino sin medir el alcance de sus ocultos designios. Por este camino, Abdul, movido por el secular atavismo de su sangre trashumante, descendió, si no más hondo, al menos a las mismas tinieblas abismales visitadas por Maqroll. Era como si hubiese perdido un freno, un asidero que lo detenía en lo pendiente de su querencia al desastre.»
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