Juan Antonio Ramírez.
Ecosistema y explosión de las artes. Editorial Anagrama, S.A., Barcelona, 1994.
«Lo que se dice entre nosotros sobre las artes parece
monopolizado por dos tipos de discurso: o bien se adopta un tono pedestre,
"científico" y descriptivo, o sé recurre a una impostación metafísica y
seudopoética, francamente incomprensible. El primero de esos modos de
hablar predomina en los círculos académicos, y solo parece interesar ya a
quienes confunden el intelecto con la burocracia universitaria (los lectores
más benevolentes premian tales aportaciones con una buena ristra de bostezos).
Otros muchos se amparan, en cambio, en el paraguas protector de la crítica.
¿Acaso no dijo Baudelaire que esta "debe ser parcial, apasionada,
política"? Para ellos vale todo: cuanto más arbitrario y retorcido
sea el texto, mejor.
El hábito no hace al monje, probablemente, pero el género sí
condiciona seriamente la médula del discurso.
La historia del arte es por su propia naturaleza más verdadera y más arbitraria (más falsa) que ninguna otra historia social o cultural. Lo primero se deriva de su inexorable atención a los objetos. Actúan entre nosotros, aquí y ahora, con independencia del momento histórico y del lugar donde hayan podido fabricarse. Ahora bien, no hay arte sin criterios de valor artístico, y éstos cambian constantemente.
En la tradición occidental está presente la idea de que el verdadero artista es un ser anticonvencional. En las vanguardias es bien conocida su actitud "rupturista".
El arte es, en buena medida, otra actividad solipsista y semiclandestina. Sus autores, como en un suplicio de Tántalo, están condenados a un onanismo creativo, monótonamente repetitivo.
El artista cree normalmente en su propio talento, pero su ánimo oscila con frecuencia entre la amarga impotencia y la exultante satisfacción. Ve el camino de la gloria como algo lleno de dificultades y peligros: envidia, crisis económica, estupidez e insensibilidad del mundo filisteo, etc.
La sustitución del escenario cultural de las vanguardias por
las simples leyes del mercado implica que se acepta tácitamente la preeminencia
de los agentes económicos sobre los tradicionales argumentos críticos o
políticos.
Este universo vive de una presunción moralizadora, de origen
ilustrado: el arte es educativo, mejora la condición humana.
El artista del siglo XX ha sido presentado como un héroe
mítico, y la lógica ancestral del relato exige un enfrentamiento con el mundo,
superación de duras pruebas y su presentación ulterior como “caso ejemplar”.
El modelo narrativo del ciclo cerrado, como el de Winckelman
con su evidente inspiración biológica: balbuceo infantil, apogeo y decadencia
se aplica hasta las vanguardias anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Como no se puede aplicar a cosas que
se están desarrollando en el presente y cuya evolución futura es incierta, se
ha empezado a canonizar una distinción entre “arte moderno” (modern art) y
“arte contemporáneo”. Se supone que podemos dar cuenta del primero con el
modelo de los ciclos cerrados, mientras que lo contemporáneo estaría todavía
“abierto”. El historiador académico y el crítico militante vienen a ser los
propietarios arquetípicos de cada una de esas parcelas imaginarias de la
realidad artística.
Algunos han visto la historia del arte, y muy en particular
la del siglo XX, como una sucesión interminable de innovaciones formales. Este
es el modelo de la novedad a ultranza, magníficamente expresado por Ramón Gómez
de la Serna :
“No hay otra forma ni concepto de la distancia en Arte que el innovar. Así como
el que camina, si ha de avanzar ha de recorrer espacios que no estaban detrás
de él sino delante, el artista está parado y da vueltas alrededor de su noria
si no innova”.
La idea suele venir acompañada de un canto más o menos
explícito a la libertad, y de un rechazo de los cánones reguladores y de las
instituciones artísticas.
Los adeptos al modelo del objeto singular suponen que la
verdadera obra de arte habla directamente al alma del espectador sin necesidad
de divagaciones contextualizadoras. Creen en el magnetismo eterno de la
creación: algo que fue hecho en algún lugar remoto, por una persona
desconocida, “me llega”, con independencia de mi eventual ignorancia de su
función original, sentido religioso y literario, etc. Su periodo de máximo
apogeo ha coincidido con el momento álgido de la posmodernidad: la idea del
final de la historia, trasladada a nuestro campo, implica en la práctica un
debilitamiento de todos los argumentos y una exaltación intemporal y acrítica
de las obras. Los objetos tienden a suplantar a los sujetos.
El museo no es ya un panteón inamovible sino un sitio
prominente donde se presentan argumentos fluctuantes. Se está codificando una
especie de dogma museográfico que podría enunciarse de la siguiente manera: es
mal organizador de exposiciones temporales el que las estructura como un museo;
es bueno el conservador de museo que se inspira en las exposiciones temporales.
Las exposiciones se multiplican, y lo mismo sucede con las reordenaciones
internas de los museos. El resultado es que unas propuestas aniquilan a las
otras. No hay un discurso rector. Una lluvia incesante de presentaciones
mantiene el ambiente empapado de arte, sin que sea fácil reconocer en todo ello
ninguna dirección.
En estos modos de percibir directamente el objeto artístico
late una poderosa influencia subterránea de los parques temáticos. En un
espacio acotado se distribuyen objetos y atracciones con la finalidad declarada
de instruir y deleitar, sin exigir ningún esfuerzo especial del
visitante-espectador.
Se diría que la aspiración a hacer una historia del arte con
los objetos mismos está conduciendo ahora a su reverso: se quiere que todo sea
tan real que parezca una ficción.
La historia del arte parece, a primera vista, atomizada e
irreductible. Ningún agente o modelo es tan fuerte como para aniquilar a los
competidores.
Los grandes relatos arquetípicos quedaron trazados y
petrificados ya en los años cincuenta, y toda la efervescencia de las últimas
décadas, con su proliferación infinita de argumentos débiles contrapuestos (de propuestas),
no habría conseguido erosionar la médula de una historia del arte ya definida y
“consagrada”.
La historia del arte es más sensible que las otras historias
a las turbulencias de la cultura de masas. La presión poderosa de tantos agentes,
estructuras narrativas, modelos ideológicos, pulsiones icónico-objetuales y
géneros, ha sobrecalentado la materia misma de la disciplina. Sus átomos se
están desintegrando. El mundo del arte vive sobrecogido (y divertido) esta
especie de gran explosión termonuclear generada y controlada en su propio seno.
Puede que no cambien los grandes relatos primordiales, pero la energía que se
libera con su puesta a punto está siendo realmente espectacular. Es inevitable
ya considerar a la historia del arte (y a sus herederas disciplinares) como una
de las atalayas más privilegiadas para dar cuenta del mundo en que vivimos.»
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