La cuesta se empinaba antes de llegar a la sidrería, era una calleja llena de bares para turistas de la capital, con su decoración de pub finolis y sus copas de vino grandes para cobrar el aire, debía ser que cuanto más aire había más ínfulas se daban, era como lo de la ropa o el coche, pero en nada en vez de en vino. Las aceras estaban llenas de niñatos en pantalón corto como recién salidos del centrifugado de la lavadora, hasta los dientes parecían lavados al efecto blanqueador de los puntitos azules antical. Aceleró el paso y escaló los tres peldaños que daban entrada al chigre, que estaba lleno, como cualquier otro día. Creúsa sonreía escanciando y atenta a todo lo que se movía, rápidamente le vio llegar y le hizo un sitio en la barra mientras habría una botellina, que aunque era de un llagar de la zona, el único de esa parte de la región, no estaba mal, a pesar de no saberse de donde vendrían sus manzanas, si de la Marina Lucense, de la Normandía o de la Polonia de los gemelinos faltosos y el Papa payaso (pero mejor actor que Regan).
Se crecía Creúsa al escanciar, le gustaba como la miraban todos aquellos. Ella procedía de Santos y dominaba el negocio de contentar al cliente. Siempre cuidaba de poner un platín con la tapa cerca del hombre y de buscarle el periódico, sabía que se aburría cuando no leía y ella no podía darle conversación. Había llegado de Brasil con un hermano que ahora trabajaba en la construcción y con un niñito, con el que había escapado de la violencia de un hombre y la miseria de un país. Tenía vistas demasiadas cosas y ahora estaba claro quien era la que dominaba el negocio y su vida.
Había demasiado jaleo así que apenas podían decirse alguna parida, mientras le echaba un culín, y comentaban como le habían tangado el ultimo concurso de escanciadores en el que ella participó. A veces respondía a algún piropo de los paisanos de la barra, los pescadores del pueblo que estaban locos con ella.
—Que moza tan salada, decían, y tan trabajadora y de tan buen carácter, etc, etc —mientras pedían otra pinta de vino y se les caía la baba por el serrín del solado—.
En las mesas de enfrente los forasteros engullían las viandas del mar, aunque seguro que de este no eran. Intentó pillar alguna conversación de la barra que fuese interesante, pero no era el día, demasiado jaleo. La ventaja de este chigre era que el hostelero se negaba a encender la televisión, lo cual era de agradecer. El hombre, que no soportaba el invento, pedía que la encendiesen nada mas entrar en el bar, como en todos los demás locales pedía que la apagasen, sólo por joder.
La sidra entraba bien, estaba a la temperatura exacta, un poco fría para que no llegase caliente al último culete.
—Creúsa, esta sidra está caliente —le dijo el hombre a la camarera—.
La chica se rió y puso una tapina de calamares fritos.
En el periódico regional, el que antes portaba el yugo y las flechas y ahora la defensa de la libertad de expresión, como bandera; aparecía una marquesa asturiana de rancio abolengo que había venido a veranear a su palacio de su pueblo. Le daban toda una página de entrevista y decía la muy z en un titular con grandes letras negras:
—“Yo también reduzco gastos en ropa o viajes por pudor y solidaridad ante la crisis”.
Pa mesiar y no echar gota —pensó nuestro protagonista—. Evidentemente la estupidez es libre, aunque lo dicen de el miedo, pero claro, los que pasamos por la vida esperando que nos partan la boca, no es como a estos que están acostumbrados a que todo les salga gratis y trabajemos para ellos. ¡Qué tristes los tópicos! Como cuando al caer el frente del Ebro, el obispo de Pamplona vacilaba su misericordia, pidiendo el perdón para los socialistas, y condenaba a muerte a los anarquistas, mientras los barrigones generales le besaban el anillo que atestiguaba sus esponsales con Dios (niño, supongo), y entre copa y copa le decían:
—No puede ser, no puede ser Eminencia, son todos muy malos, son diablos rojos.
¿Qué fue de ellos, de los que lo habían dado todo por nada? Que murieron ¿Y los demás, los asesinos? Engordaron. Por eso el país no tiene moral, todo vale, mientras un cura lo bendiga, y los imbéciles digan que Dios existe pero que no van a misa, mientras se casan, bautizan y comunionan. Es la degeneración de una sociedad entregada por el Señor X a quien la quiera comprar. Los pensamientos se sucedían en segundos, mientras pasaba las hojas de los periódicos.
Al ver a Creúsa sonreírle se acordó de las mujeres que había amado y de la belleza derramada entre el despertador de las 7:30 y la visita de los domingos al cubil. De todos los sacrificios y de las mentiras repetidas, con que había tropezado su ingenuo romanticismo de adolescente provinciano. Engañado por sus padres para que fuese bueno (como lo habían sido ellos por el Régimen para que se callasen y obedeciesen, que ya sus hijos serían lo que ellos nunca podrían ser), para que estudiase y tuviese una carrera y una buena chica, así llegaría lejos. Lo único que podría llegar a ser, sería yonqui o con suerte borracho. No hay duda de que el país avanza, lo único que siento es no poder alistarme en la Legión extranjera para cortejar a Marlene Dietrich, aunque seguro que lo que pasaría, con la suerte que tengo, es que el psicópata de Millán me diese por el culo con el muñón.
Hacía calor y las voces creaban un ambiente hogareño que arrebolaban al solitario. La conversación de los que estaban al lado en la barra se animaba:
—A mi me gustan los agujeros rasgaos —decía uno, que llevaba un tatuaje con el escudo de la Legión y una pinta de chuloputas importante, mientras otro le mostraba un agujero entre sus dedos—. Yo a los gays los colgaba a todos.
—Tu lo que eres es gey, como el rey, así que no vayas de geina ahora.
—Yo a los maricas los colgaba a todos.
—Para verles los huevos desde abajo, carbón.
El hombre se enternecía con estos diálogos, le recordaban al recreo en la escuela del barrio. La uña multiusos del legionario jubilado, o el parecido con el doctor Bacterio del otro, lo enardecía. Hacía tiempo que su familia se reducía al paisanaje de los bares, y que lo más que le podían dar era un botellazo. De hecho aquella conversación era tan hermosa que no pudo retener las ganas de entrar en ella y dejó caer:
—Con la pinta de gárrulo salido que tienes, seguro que eras tú, el que le hacías las gallardas a la puta cabra de la Legión.
Mierda —pensó— ya la cagué otra vez.
—Así que fue de ahí de donde sacaste la manía de cascársela al mastín de la fábrica —dijo el barbudo—. Así que por eso tu mujer se parece al Yeti, porque te gustan las cabras.
—Si hijoputa, por eso la tuya está tan contenta de que le dé por el culo, mientras tu ves los partidos.
Esto es el paraíso —pensó el hombre, mientras se sacaba un resto de calamar de plástico, de entre los dientes—.
Creúsa sonreía y no había casa a la que volver. Necesitaba mas sidra, para aguantar aquella mierda. Entonces se acordó del trabajo:
—¿Alguien sabe quién es el dueño de la discoteca?
Le gustaba seguir el manual del espía perfecto, como Pepe Isbert en Pacto de Silencio.
—Dicen que es el del boticario, aunque el jefe de la policía siempre anda por allí, siempre es él, el que elige a los camareros macizos para que le deban un favor.
—¡Que dices, loco! Si Miranda es un picha brava y no hay puta que se le resista.
—¿Y porqué la mujer tiene bigote? Si parece la travesti que se casó con el rey de Inglaterra, ese que se quería ir con los nazis y tuvo que echar del país, Churchill.
—¡Joder, amigo! Como se ve que estudiaste en el seminario.
—Sí, aprendí latín. Sé que cuando el páter se te pone por detrás es que quiere rollo. Me valió mucho para la Legión —cuenta, mientras contiene la emoción de recordar aquellos días dichosos—.
—¿Y por que les molaba tanto Franco, por cafre, o por cabrón? —pregunta el hombre sin nombre—.
—No, sólo era por el escalafón, había que respetar las normas para ir trepando, todos querían jubilarse de general, y mientras tanto no la hincaban.
Por eso no valía nada el trabajo, ni el tiempo, ni la dedicación. Era algo sobrenatural, en España su reino no era de este mundo, su reino era inmutable y eterno, la medida de tiempo era de cuarenta años para empezar a hablar, y lo más parecido que querían que viésemos a una sonrisa, era una lanzada en un costado.
Viendo que allí no había nada que rascar me fui a cenar al hotel me gustaba como me atendían las colombianas. Y necesitaba un poco de tranquilidad para pensar lo que iba a hacer, no conseguía centrarme en el asunto y los jefes se estaban poniendo nerviosos. Tal vez esta noche cayese algo. Necesitaba que alguien me presentase al boticario o al jefe de la policía, pero no tenía ganas de ir a la discoteca a las tres de la mañana, prefería quedarse por los bares del puerto y contemplar como pescaba el personal mientras él pillaba una buena merluza.
Las notas que le habían dado eran muy escasas y vagas. Tenía todo el trabajo por hacer, tal vez las colombianas tuviesen alguna amiga trabajando en El Valle de Tuscani, de las que vinieron con ellas, que supiese algo. Está claro que donde hay putas siempre hay drogas y policías, como moscas en la mierda.
CONTINUARÁ