viernes, 19 de febrero de 2010
La fugitiva
«¿La supresión del sufrimiento? ¿Acaso he podido creerlo alguna vez, creer que la muerte no hace sino borrar lo que existe y dejar el resto incólume, que suprime el dolor en el corazón de aquel para quien la existencia del otro no es más que una causa de penas, que suprime el dolor y no pone nada en su lugar? ¡La supresión del dolor! Recorriendo los sucesos de los periódicos, lamentaba yo no tener valor para formular el mismo deseo que Swann. Si Albertina hubiera podido sufrir un accidente, viva, tendría yo un pretexto para correr hacia ella; muerta, recobraría, como decía Swann, la libertad de vivir. ¿Lo creía yo así? Él, aquel hombre tan inteligente y que creía conocerse tan bien, lo creyó. ¡Qué poco sabemos lo que tenemos en el corazón! Poco después, de haber vivido Swann, ¡cómo hubiera podido demostrarle yo que su deseo, a más de criminal, era absurdo, que la muerte de la mujer que amaba no le hubiera liberado de nada!
Renuncié a todo orgullo ante Albertina, le mandé un telegrama desesperado pidiéndole que volviera en las condiciones que fueran, que haría todo lo que quisiera, que sólo pedía besarla un minuto tres veces por semana antes de acostarse. Y aunque ella dijera: una vez nada más, yo aceptaría una vez.
Nunca volvió. Nada más salir mi telegrama, recibí uno. Era de madame Bontemps. El mundo no se crea de una sola vez para cada uno de nosotros. En el transcurso de la vida se van añadiendo cosas que no sospechábamos. ¡Ah!, no fue la supresión del dolor lo que me produjeron las dos primeras líneas del telegrama: "Pobre amigo mío, nuestra pequeña Albertina ya no existe, perdóneme que le diga esta cosa horrible, usted que tanto la amaba. Su caballo la tiró contra un árbol en un paseo. Todo lo que hemos hecho por salvarla ha sido inútil. ¡Ojalá hubiera muerto yo en su lugar!". No, no fue la supresión del dolor sino un dolor desconocido, el dolor de saber que no volvería. Pero ¿no me había dicho yo varias veces que acaso no volviera? Sí, me lo había dicho, pero ahora me daba cuenta de que ni por un momento lo había creído. Como tenía necesidad de su presencia, de sus besos para soportar el daño que me hacían mis sospechas, desde Balbec había tomado la costumbre de estar siempre con ella. Incluso cuando ella había salido, cuando estaba solo, seguía besándola. Y la besaba también cuando se fue a Turena. Más que su didelidad, necesitaba su retorno. Y si mi razón podía impunemente ponerlo alguna vez en duda, mi imaginación no dejaba ni un momento de representármelo. Instintivamente me pasaba la mano por el cuello, por los labios, que se veían besados por ella desde que se marchó y que ya nunca más lo serían; me pasaba la mano por ellos como me acariciaba mi madre cuando murió mi abuela, diciéndome: "Pobrecito mío, ya nunca más te besará tu abuela, que tanto te quería". Toda mi vida futura quedaba arrancada de mi corazón. ¿Mi vida futura? Pero no había pensado a veces vivirla sin Albertina? ¡No! ¿Luego le había consagrado desde hacía mucho tiempo todos los momentos de mi vida hasta mi muerte? ¡Claro que sí! Este porvenir indisoluble de ella yo no había sabido verle, mas ahora que acababa de ser descubierto sentía el lugar que ocupaba en mi corazón desgarrado. »
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido.
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