Cyrano ha abandonado a Roxana y ha descendido a los infiernos, baja por los círculos de la muerte hasta encontrarse con Áyax y Odiseo, Aquiles y Héctor también están allí, ninguno se habla, ya se lo han dicho todo, tan solo Cyrano quiere hablar, todavía está excitado por su amor, tan limpio como la estocada que lo acaba de matar. Les pregunta por la vida pero ellos ya solo saben (le cuentan) de la muerte. Les pregunta por el amor de Paris y Helena pero ellos le relatan la guerra, ninguno ha quedado en pie y lo han dado todo por defender a sus seres queridos, pero ninguno comprende lo ocurrido, ni tan siquiera el ingenioso Ulises, que escapó del deseo de Calipso para volver con Penélope, recuerdan el amor. Cyrano se enfurece, ama a Roxana y nunca cederá en su sentimiento, los demás se ríen y Cyrano los reta a duelo, Áyax el Grande levanta a Cyrano en el aire como si fuese un pelele y le corta (le abre) los ojos con la espada de Héctor, le hace ver todos los muertos, todas las historias de amor y todas las mentiras contadas y todos los ideales abandonados en las caminos, le muestra la vida (el infierno), la realidad de los días y las noches en soledad. Cyrano se desploma, aún hace el amago de levantarse, con los ojos rojos de un perro muerto. Héctor le incorpora y le hace sentarse en una piedra, el cuerpo de Cyrano tiembla. Ulises le habla de las sirenas y de las hazañas de Aquiles, pero Cyrano no hace caso, ya no escucha, vive en otro planeta, un planeta llamado Roxana, un planeta de recuerdos y palabras donde cada vez que siente como la lengua de ella exhala una silaba estremece su corazón. Entonces Aquiles recuerda a Patroclo y llora, el mundo se detiene, la tierra ya no gira, el semidios ha recordado y su dolor es tan grande como el de Prometeo torturado por el águila de Zeus, ya no se escuchan las hojas movidas por el viento y se ha detenido la primavera, no hay ninguna estrella que ver y las diosas se esconden en el fondo del (a)mar.
(Aparece un nuevo
personaje en la escena)
Áyax.― ¿Tú quién eres?
X-C.― Soy X-C.
Áyax.― ¿Y que haces aquí?
X-C.― No lo sé, el tiempo se ha detenido y no encuentro a R.
Áyax.― ¿Quién es R?
X-C.― La mujer que amo.
Áyax.― ¡Otro imbécil! ¿Pero que haces aquí?
X-C.― Esta noche la muerte ha llegado a mi cama. Me acosté
abrazando a R como todas las noches, soñando con su piel, despertándome cada
hora para ver como dormía. Era una noche oscura, llena de ella, pero la última vez
desperté tumbado en el suelo, atado de pies y manos como amortajado por una
araña gigante. Me pusieron un casco con
unos cables en la cabeza, como si yo fuese Makoki, y alguien se acercó, no
podía verlo bien, no podía abrir los ojos, parecía que me los hubiesen cerrado
con pegamento. Me taparon la boca con un trapo, y dejaron caer líquido sobre
mí, empecé a oler a amoniaco; aunque tenía la boca cerrada tuve que abrirla
porque no podía respirar. Cada vez caía más líquido y de repente salto un
chispazo, cuando me estaba ahogando me llegó una descarga eléctrica, un dolor
intenso; aullé pero no podía porque tenía la garganta encharcada. Entonces abrí
los ojos y vi la lluvia tras la ventana, llovía. No veía a R, tenía miedo a que
le pasase algo así que me lancé por la ventana en su busca, y ahora he llegado
aquí. ¿Sabéis dónde está ella?
Héctor. ― Olvídate no hay nada de ella aquí, puedes
preguntarle a Cyrano por Roxana. Áyax acaba de mostrarle la vida, el infierno,
la realidad de los días.
X-C.― Yo no soy Cyrano, no me interesa nada de él, él se
dejó vencer, dejó amarla a otro por él, fue un cobarde.
Héctor. ― ¿Qué dices loco? Cyrano es un héroe como nosotros.
X-C.― Ninguno me importáis nada con vuestras espadas y
vuestras ridículas armaduras, todos estáis vencidos porque no supisteis amar.
(Áyax se yergue, su
envergadura supera en mucho a X-C y le habla con voz atronadora. Aquiles sigue llorando por Patroclo y Cyrano,
el de la lengua ligera, no es capaz de articular palabra conmocionado por la visión
que le ha mostrado el guerrero aqueo).
Áyax.― Yo soy Ayax el Grande, el hijo de Telamón el rey de Salamina,
y tú eres un gilipollas que no tiene media hostia y te atreves a venir aquí a
insultarnos, a nosotros, los mejores de los hombres.
X-C.― Y a mi que más me da si me acabas de decir que estoy
en el Infierno. ¿Acaso no es este Ulises, el más listo de entre los hombres, y
no está aquí?
Áyax.― El muy creído se volvió a marchar de Ítaca, todo lo
que le pase se lo tiene más que merecido. Pero tú sitio no es este, tú deberías
estar en el segundo circulo del Infierno, donde los enamorados obstinados son
condenados, para siempre, a ser sacudidos por los vientos y arrojados
violentamente a tierra.
X-C.― Allí no estaba ella, no la he encontrado.
Áyax.― Pues más abajo solo queda el último círculo, donde
Lucifer cuida de los traidores, congelados en un lago de hielo.
X-C.― Yo, yo que he amado, que amo tanto, como es posible
que sea castigado.
Áyax.― Esto es el Infierno, aquí no hacen distingos, tu amor
es tan vacuo como una estrella fugaz. Tú estas en el círculo de fuego de los
amantes donde penan los que no han sido amados.
X-C.― ¡Mentira, a mi me han querido y mi amor es eterno!
Áyax.― Lo único eterno es la espada de Héctor que atraviesa
mi pecho.
X-C.― ¡Tú que sabrás, griego! Solo eres un pastor de cabras.
Yo he visto arder naves más allá de Orión.
Áyax.― Serás bufón… No tienes respeto, eres tan atrevido
como tu ignorancia. ¿Acaso crees que la Acrópolis se construyó sola, cómo si
fuese un péplum italiano? No sé porque te hablo. ¿Qué haces tú aquí, con
nosotros, con los elegidos?
X-C.― Yo no tengo patria ni Dios y a nada le tengo miedo,
tan solo busco a mi amada.
Áyax.― ¿Qué crees, qué esa R va a venir a salvarte?
X-C.― Lo que yo tengo, lo único que tengo, no tiene
salvación; es mi corazón ardiente y nada más, es lo único que tengo. Y ningún
troyano, ni ningún espartano, ni ningún demonio va a arrebatármelo. Sois
fantasmas tan viejos que ya nadie os recuerda, si ni tan siquiera se acuerdan
de Ethan o de Athicus, como van a acordarse de vosotros… ¡Decidme donde la
puedo encontrar!
Héctor. ― Tú estás loco, muchacho. ¿No has visto como se
quedó Cyrano al contemplar la realidad?
X-C.― A mi eso no me interesa, no me atemorizan vuestros
cuentos de vieja. ¿Acaso tú, Héctor, el mejor de los troyanos, no estás aquí
por defender el amor de tu hermano?
Héctor. ― ¡Si eres más tonto no naces! Yo estoy aquí porque
soy un héroe y hacía falta un enemigo de talla para Aquiles; y ya ves como se
encuentra ahora el semidios, llorando por un chico.
X-C.― No se quien es mas tonto, Héctor. No ves que Aquiles
llora por su amor muerto por ti.
Héctor. ― No, Aquiles ha muerto por su venganza, la venganza
de Atenea que se ha reído de él, igual que de Áyax.
X-C.― Pero Atenea es la diosa de la sabiduría y el arte.
Héctor. ― Y de la guerra y la destrucción. Tanta sabiduría,
con toda la eternidad por delante, la convierte en peligrosa, está ociosa y
nosotros no alcanzamos a comprenderla.
X-C.― Yo lo comprendo todo, sé lo que quiero.
Héctor. ― Pero que más da lo que tú quieras si ella no te
quiere a ti.
X-C.― ¡Cabrón, héroe de pacotilla! Voy a despertar a Aquiles
y te vas a comer tus palabras.
Héctor. ― ¿Qué crees, qué se va a volver verde? Aquiles está
acabado, su amor lo ha destruido, igual que a Cyrano, míralos, ¿no lo ves?
X-C.― No, Héctor, no te comprendo, ¿me quieres decir que lo
más hermoso de mi vida, lo que me ha hecho fuerte y feliz, no vale nada.
Héctor. ― ¡Basta ya! Ahora estás en el Infierno y no hay
nada más que hablar. Amarla hasta el fin, esa será tu tortura y tu destino;
pero no te preocupes que de vez en cuando pasa por aquí Blancaflor, la hija del
Diablo, ella te enseñará a arrastrarte entre las piedras.
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